Pepe Rojo
El cine es terapia visual para las masas. Es un medicamento óptico que permite al ciudadano fijar la mirada por más de una hora y descansar del tiroteo de imágenes y mensajes que constituyen el diario acontecer de una vida urbana (cinco mil mensajes diarios, en promedio). Es un tranquilizante para el flâneur que viaja por la ciudad observando rápidamente fragmentos de todo.
El cine es el espacio público más oscuro justo antes de la intimidad. Es acercarse carnalmente al otro. Ahí pueden robarte la mirada, preñarte o contagiarte. En sus pisos hay semen. No tanto, pero lo hay. Para eso dice John Waters que se inventó la televisión, para masturbarse de manera más cómoda.
Alguna vez le preguntaron a Hitchcock qué era el cine y respondió que, antes que nada, es un espacio grande y vacío con muchas butacas. El cine es “una instalación que tuvo éxito”, una manera particular de acomodar al proyector y los espectadores. La creación de la sala de cine en las primeras décadas del siglo XX sacó a la novedad tecnológica de cafés, bares, teatros y carpas para sedimentarlo.
Provocó que el cine pudiera desarrollar un lenguaje, llamado montaje temporal (una toma después de otra después de otra después de otra), y por lo tanto encontrara un formato mediante el cual estandarizar la producción y exhibición de “películas”: el largometraje. El paso del cine primitivo al clásico está condicionado por el cambio de lugar de exhibición.
Para ver cine uno necesita someterse a la inmovilización. El cine también es la incomodidad de un cuerpo que intenta reducirse a tan sólo ojos y orejas. El resto del cuerpo se abandona al espacio público, la movilización del mundo así lo exige. Tú estás en otro lado.
Según Baudry, la inmovilización en la sala cinematográfica provoca una regresión a la niñez temprana, pre-edípica, en la cual la distinción entre ficción y realidad no es tan clara. Como al personaje de La Jetée: su dolorosa inmovilidad lo libera brevemente en el tiempo. Pero el cine separa también voluntad y razón: “Ya no puedo pensar lo que quiero, las imágenes movedizas sustituyen a mis pensamientos” (Duhamel). Al cine se entra a desaparecer. Su existencia en la ciudad era cuestión de salud pública.
La producción cinematográfica está unida íntimamente a la idea moderna de ciudad, pues nos obliga a ocuparla y, al hacerlo, perdernos. Al cine se va. Ahora las pantallas nos siguen.
El cine le añade un motor al órgano sexual más fácilmente excitable del ser humano. Es el kino-glaz (cine-ojo) de Vertov, que produce kino-pravda (cine-verdad) y que industrializa la percepción visual. La cámara convierte al espectador en un par de ojos que el cineasta manipula a su antojo, extendiendo nuestra capacidad para visualizar el mundo. Con su ronroneo mecánico la cámara cinematográfica es tecnología para provocar alucinaciones masivas, a las que asistimos como voyeurs, sentados en la oscuridad, observando la pantalla. Hoy las cosas son más agresivas, pues los monitores proyectan sobre nuestro cuerpo. Estamos pasando de una tecnología de la simulación a una de estimulación [Weibel].
El aparato cinematográfico no capta la realidad, sino las variaciones de luz, ante la cual rinden culto el artista, el científico y el religioso. La sala de cine es un altar. El cine estandariza la “pantalla dinámica”, provocando la ilusión de movimiento e inaugura un régimen de visión, puesto que tanto la “pantalla en tiempo real” (TV) como la “pantalla interactiva” (computadora) siguen utilizando el movimiento dentro de su espacio visual [Manovich].
Hoy en día seguimos confundiendo el cine con la realidad. Como civilización hemos establecido nuestra política de representación en la fórmula “realidad = movimiento + textura fotográfica”. La búsqueda del fotorrealismo sigue siendo el estándar de los programas de computadora encargados de manipular imágenes. Las imágenes de películas generadas por computadora se tienen que “ensuciar” para presentarlas al espectador, que sólo cree en la fotografía. Confiamos en las imágenes lo-res (de baja resolución) porque Hollywood nos ha hecho desconfiar de la producción visual [Postman].
El aparato cinematográfico implica la producción industrial de realidad. Según Kafka, el cine le pone “uniforme al ojo”. Por un lado creemos fervientemente en la imagen cinematográfica pero hemos visto suficientes “atrás de las cámaras” como para creer también fervientemente en la capacidad de nuestro motor de realidad para sintetizar cualquier imagen.
La controversia sobre los dos Osamas en la red, parte de la llamada “conspiración del 9/11”, contrasta las imágenes de Bin Laden con su “confesión”, en la que se responsabiliza del atentado contra las Torres Gemelas. No parecen ser el mismo tipo. El contraargumento más contundente lo vlogea (video-blogea) Proudfootz: “Si esto fuera una conspiración, ¿no crees que habrían hecho un mejor trabajo con el impostor de Osama? Es una farsa muy evidente como para no ser real”.
“Yo he sido un efecto especial”, confesó alguna vez Schwarzenegger en la entrega de los Oscares. Así son las políticas de realidad en los días de la imagen en movimiento.
Pepe Rojo (Tijuana, 1979) es escritor, autor de Ruido gris, Yonque y Punto Cero. Colabora en varias revistas culturales.
E-mail: peperojox@yahoo.com.mx
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