Juan Rulfo
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
Y es que había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas Haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
-¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de de la casa de Donis, y junto a mi también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubiera faltado la fuerza para llevarte y cuantimás para enterrarte. Y ya vez te enterramos.
-tiene razón Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?
– Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.
– Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.
«Allá hallaras mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el medio día y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida… »
-Si Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya tenía trenzado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.
» Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente, pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frió. Desde que salí de casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me dio frió. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba mas y mas, hasta que se me enchino el pellejo. Quise retroceder por que pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta de a poco andar que el frío salía de mi, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo. Por eso ustedes me encontraron en la plaza. ¿De modo que siempre si volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver «
-fue ya mañana cuando te encontramos. El venia de no se donde. No se lo pregunte
– Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: “Ruega a Dios por nosotros”. Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.
– mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
– Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión
– ¿La ilusión?…
Pág. 56-62 Clasificación 863M R86 P458 2002R4
Sala general, planta alta.
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