Humberto Beck
En las décadas recientes, la cultura musical electrónica ha agrupado una buena parte de su actividad creadora alrededor de una de sus figuras más representativas: el Dj –siglas de la expresión inglesa disc-jockey—, una suerte de sacerdote-maestro de ceremonias que preside y anima fiestas y reuniones musicales, escogiendo y editando ritmos, ciclos, mezclas, así como muestras de canciones, sonidos de películas, programas de televisión o la vida cotidiana –verdaderas citas sonoras conocidas como “sampleos”—. Su influencia y participación resultan determinantes en una gran variedad de corrientes musicales: el dub, el house, el tecno, el trance, el hip hop, el rock, y sus infinitos géneros y subgéneros. En su grado más elemental, el gesto creador de los Dj se origina en el simple acto de escoger y ordenar la música que se va a escuchar, enlazando piezas y canciones para crear combinatorias musicales. Pero en un segundo nivel de actividad, su labor implica una dinámica de intervención en las obras presentadas con el fin de modificarlas: mutilarlas, desmontarlas, fusionarlas o reconstruirlas.
La figura del Dj no se corresponde de manera exacta con el modelo del compositor ni con el del intérprete. Es un híbrido de ambos, mezclado con una serie de figuras adicionales: la del editor, la del coleccionista, la de una suerte de bibliotecario salvaje que utiliza el injerto, el reciclaje, el palimpsesto, y la cisura, el montaje y la fusión de las obras como métodos creativos. Como si dibujara bigotes a la Mona Lisa o plantara unas gafas oscuras en un busto de Orfeo, el trabajo sonoro del Dj supone transgresiones que son actos vandálicos de apropiación. Por medio de retazos y remiendos de sonido, y según una estética del fragmento y la discontinuidad, el Dj desmantela las piezas musicales, desmenuza ritmos y ciclos, los arranca de la sombra de la obra original para encontrar en sus elementos constitutivos –sus unidades mínimas de composición— un nuevo alfabeto y una nueva gramática de la sensibilidad.
Para la música electrónica, todas las cadencias y sonoridades, así como todos los incidentes acústicos del arte, los medios o la vida, se convierten en las potenciales fracciones intercambiables de un número infinito de rompecabezas: módulos fragmentarios para construir a partir de ellos una cantidad ilimitada de totalidades de sonido. Como producto de estas operaciones musicales se consiguen los episodios variables de una nueva integridad: dichosas quimeras y animados ornitorrincos, cadáveres exquisitos dictados no por el azar o el inconsciente, sino por un sistema de asociaciones libres y afinidades electivas. Lejos de constituir una zona de desechos, un montón de debris o una ruina, estos paisajes de citas y fragmentos encarnan constelaciones de partículas vivas que se llaman y responden.
En los métodos del Dj hay una curiosa voluntad de volver transparentes los procesos de la producción artística: de desarmar el reloj a fin de mostrar el mecanismo de la obra; diseccionar el cadáver para revelar el organismo de la creación. Pero, a diferencia de lo que sucede en otras experiencias de sustracción y análisis, en los medios creativos de la música electrónica desarmar el reloj no es trastornarlo, sino darle cuerda, y diseccionar un cadáver no es profanarlo, sino inducir su resurrección.
Aunque se trata de procedimientos milenarios, quizás tan viejos como el arte y la poesía, fue hasta el siglo XX cuando se adquirió una conciencia clara del palimpsesto, la cita y la edición como métodos específicos de creación. Nacida bajo la égida de Marcel Duchamp y los ready-made, esta familia de estrategias artísticas se extiende y multiplica mediante diversas instancias a lo largo del siglo: los collages de Picasso y Braque, en los que se introducían elementos ajenos a la autoría del artista, como pedazos de muebles, recortes de periódicos o tapicería; los montajes poéticos o cinematográficos de Sergei Eisenstein y Ezra Pound, consistentes en la yuxtaposición de imágenes que resultaban en una nueva figura, no por fusión sino por superposición; el proyecto, emprendido por Walter Benjamin, de escribir un libro a partir de citas y textos fragmentarios; los recursos experimentales de John Dos Passos basados en la intersección de narrativas y la mezcla de eslóganes, letras de canciones, titulares de diarios y monólogos interiores; el método de composición del cut-up, aplicado por William S. Burroughs en sus narraciones, sustentado en cortar físicamente textos de autores disímbolos para después reensamblarlos a fin de generar relaciones sintácticas inesperadas; los retratos-palimpsesto de Andy Warhol, entre muchas otras manifestaciones artísticas o literarias. En la actualidad, esta estirpe creativa ha penetrado en los terrenos de la cultura popular mediante la ética y la estética de los Dj y la música electrónica, las más recientes encarnaciones de la genealogía de la idea del editor como artista, legítima figura del autor. Herederos de esta concepción extendida de la originalidad, los Dj confirman la noción de que un verdadero alumbramiento puede producirse a partir de la manipulación imaginativa de las obras ajenas.
Para su quehacer musical, el Dj dispone de recursos no muy lejanos a la fórmula de composición utilizada por T. S. Eliot en la Tierra Baldía: el corte, mezcla y edición de textos (o sonidos) escritos (o compuestos) por otros en tiempos y lugares muy distintos entre sí. Se puede decir, en este sentido, que al escoger y manipular creativamente citas de la Divina Comedia o los Upanishads, Eliot “sampleaba” pasajes de obras ajenas para incorporarlos en su poema.
Del mismo modo que la labor de Eliot al escribir la Tierra Baldía, el oficio de un Dj al armar y ejecutar un set musical representa un acto de lectura activa y creativa. El Dj, al igual que sus antepasados intelectuales, se ha dedicado a saquear el “museo imaginario” señalado por André Malraux, producido por la capacidad de disponer, gracias a las nuevas tecnologías, de la reproducción de cualquiera de las obras, actos, imágenes o sonidos alguna vez registrados. En esta maniobra de pillaje selectivo por parte del creador, el objeto de su lectura se dilata para abarcar todos los géneros y ámbitos culturales, todos los espacios y momentos de la vida, así como la suma de todos los períodos del arte y de la historia.
Una nueva ética de los materiales de la creación se actualiza, así, mediante dos expansiones del mundo del arte. En el espacio, sobreviene una ampliación del campo estético, por virtud de la cual todo objeto, medio o tema –un urinario, las máquinas, la basura— se vuelve susceptible de expresión artística. De modo más significativo, en el tiempo ocurre una integración consciente de la tradición, gracias a la incorporación explícita de citas, reflexiones y referencias a la historia de la música y el arte, que supera una visión ingenua de la originalidad: con su trabajo, el Dj confirma que la historia y el pasado constituyen un repertorio insospechado de planes, tonos, disfraces y accesorios por reanimar.
En el régimen estético de la música electrónica acontece un regreso de la memoria y de la tradición, largamente negadas por la modernidad ilustrada y el culto romántico del comienzo, que convierte a la figura del Dj en el emblema de una nueva creatividad. La que retorna, sin embargo, es una tradición divorciada de lo clásico, que integra lo popular, lo herético, lo marginal. El creador contemporáneo, como el artista clásico en palabras de George Steiner, se regocija en la utilización del legado de usos previos implícito en cada frase, sonido o palabra, pero a diferencia de éste, no ostenta su inserción en la vasta herencia de la historia del arte, sino que alimenta una relación polémica y ambivalente con la tradición. No es un reaccionario ni un vanguardista, un clásico ni un contraclásico: es un raro custodio que transgrede lo que conserva, un extraño irreverente que preserva lo que profana. Sus atentados, sus experimentos para restaurar fragmentos del pasado asimilándolos a sus obras, sus plagios y destrucciones, resultan algo más que simples remedos o meros homenajes conscientes o involuntarios: son verdaderas urnas-molotov que conservan e infunden nueva vida a la tradición. Una tradición filtrada, intervenida, resignificada, pero que mantiene despierto el vínculo del ahora con el pasado.
Así como para la expresión pictórica el fauvismo significó una liberación del color, la pintura abstracta de la figura, o el surrealismo del fondo y de la inspiración, la estética del Dj supone para el arte la liberación de la memoria, el advenimiento de una tradición extendida y emancipada, disociada de la inercia y la costumbre, que abarca sin segregación todos los recursos, épocas y manifestaciones. Como un nuevo rasgo de la conciencia artística, la creatividad contemporánea desintegra la tradición para preservarla: la prolonga mediante su destrucción. Ya no tanto una “tradición de la ruptura”, una cadena de negaciones del pasado que pretenden ser nuevos comienzos, como una continuidad violenta: una serie de rearticulaciones y reacomodos tectónicos de la memoria. En su recuperación de la historia del arte, el régimen de la mezcla, la cita y el fragmento personifica un clasicismo dinámico y convulso.
Con sus actos de ensamble y disección, la figura del Dj revela que el pasado no es una entidad definitiva, sino un territorio de intervención creadora, tan vivo y flexible como el futuro o el presente. Al poner en duda el carácter irreversible de la tradición, el artista combinatorio descubre a la memoria como una zona de actividad libre y la despoja de sus funciones como mito legitimador: destruye la idea del pasado como fatalidad. En sus intuiciones del pasado, el creador contemporáneo presenta otra forma del recuerdo, una abierta y movediza: comprende que las musas son hijas de la Memoria. La tradición, nos dice Joan Brossa, no es herencia sino conquista. Conquistar el pasado no es un mandato sino una provocación.
(Publicado en Pauta número 100) (c) Humberto Beck
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