Escritor y poeta, vivió en carne propia la Revolución Mexicana y alcanzó gran fama, iniciador de la literatura poética contemporánea, es considerado el poeta nacional; su obra suele encuadrarse en el postmodernismo literario.
Nació en Jerez, Zacatecas, el 15 de junio de 1888, primero de nueve hijos del abogado jalisciense José Guadalupe López Velarde y Trinidad Berumen Llamas, una familia de terratenientes locales. A los doce años en 1900, lo envían al seminario conciliar de Zacatecas.
Durante los años del seminario, López Velarde pasó sus vacaciones en Jerez. En su juventud Ramón conoció a Josefa de los Ríos, pariente lejana y ocho años mayor que él, quien le causó una honda impresión. El primer poema que se conoce de López Velarde, fechado en 1905, esta inspirado en ella, a la que dará en su obra el nombre de «Fuensanta».
Por la mudanza de la familia se trasladó al seminario de Aguascalientes, donde en 1906 fundó con Enrique Fernández Ledesma y Pedro de Alba la revista Bohemio, donde colabora con el seudónimo de «Ricardo Wencer Olivares». El grupo de Bohemio tomó partido por Manuel Caballero, católico integrista enemigo del modernismo literario, con ocasión de la polémica que produjo la reaparición de la Revista Azul en 1907. Sus intervenciones, sin embargo, tuvieron escaso eco en la vida literaria mexicana.
En enero de 1908, comenzó sus estudios de Leyes en la Universidad de San Luis Potosí, poco después muere su padre, obligando a la familia a regresar a Jerez por la difícil situación económica en que quedaron, sin embargo nuestro autor pudo continuar sus estudios gracias al apoyo de sus tíos maternos. En sus frecuentes viajes a Lagos de Moreno conoció a Francisco González León, que cultivaba una poesía de esencias provincianas.
En San Luis Potosí leyó a los poetas modernistas, especialmente a Amado Nervo y al español Andrés González Blanco, cambiando radicalmente sus opiniones en manera de estética. A partir de este momento se convierte en defensor ferviente del modernismo y preparó para su edición un manuscrito, que no llegó a publicarse, que sería el germen de su futuro libro La sangre
devota. Continuó colaborando con diferentes publicaciones de Aguascalientes (El Observador, El Debate, Nosotros) y luego de Guadalajara (El Regional, Pluma y Lápiz) en 1909.
En 1910 hizo amistad con Francisco I. Madero y se sintió atraído con sus ideas revolucionarias, su identificación con el coahuilense lo llevó a escribir prosa política en apoyo de los antireeleccionistas. Ese mismo año fue candidato del Partido Católico a diputado suplente por Jerez. En 1911 obtuvo su título de abogado, en 1912 se le nombró juez del municipio potosino El Venado. Escribió también para El Eco de San Luis (1913).
Un antiguo protector suyo, Eduardo J. Correa, le pidió que colaborara en el diario católico de Ciudad de México La Nación, donde publicó poemas, reseñas y muchos artículos políticos sobre la nueva situación de México. En ellos atacó, entre otros, a Emiliana Zapata. Abandonó el periódico poco antes de la sublevación de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero y Pino Suárez, en febrero de 1913, se aleja de los golpistas trasladándose de nuevo a San Luis Potosí, donde puso un bufete.
De acuerdo con datos biográficos disponibles, pronto se dio cuenta de que su vocación no era la abogacía, por lo que en 1914 a sus 26 años vuelve a la Ciudad de México, donde se quedó a residir de manera definitiva, con todo el valor que podía tener un joven tímido y de espíritu religioso, para involucrarse en el estilo de vida de la capital.
A mediados del año siguiente se impone el liderazgo de Venustiano Carranza y comienza una época de relativa tranquilidad. La poesía mexicana de la época estaba dominada por el modernista Enrique González Martínez, poco apreciado por López Velarde, como se constata en una reseña que publicó por esos años. En cambio, se siente mucho más afín al poeta coyoacanense José Juan Tablada, con quien mantuvo una cordial amistad. En estos años se interesa también mucho por la obra del argentino Leopoldo Lugones, quien tuvo una decisiva influencia en su obra.
Amante de la literatura, pronto encontró su mundo en la actividad periodística y la bohemia que combinaba ocasionalmente con trabajos propios de su profesión, instaló su bufete en la calle de Madero núm. 1, pero como eso no le procuraba lo necesario para sostenerse, aprovechó sus relaciones para conseguir empleo en el nuevo gobierno, desempeñó cargos en las secretarías de Gobernación y Relaciones Exteriores, enseñó también literatura en las escuelas Nacional Preparatoria y de Altos Estudios.
Con el tiempo, sus trabajos poéticos y literarios se hicieron más frecuentes y empezó a colaborar en algunas revistas y periódicos de la capital de la república, El Nacional Bisemanal (1915-1916), Revista de Revistas (1915-1917), Vida Moderna (1916) y Pegaso (1917), cuya dirección compartió con Enrique González Martínez y Efrén Rebolledo.
En 1916 publica su primer libro de poesías, La sangre devota (1916), dedicado a su musa, Fuensanta, donde pueden descubrirse ya los temas recurrentes en
toda su obra: el amor, el dolor y la preocupación por los destinos patrios. Con su obra reaparece en la lírica mexicana un acento casi olvidado, una voz, la de la provincia, que había callado ya.
En 1919, apareció Zozobra, su segunda obra poética, sembrada de las «flores del pecado» durante su relación con Margarita Quijano, en la que aborda dramática y sinceramente los problemas del erotismo, la religión y la muerte. Considerada por gran parte de la crítica como su mejor obra, en ella la ironía es ya el tropo dominante, y junto a los poemas referidos a la provincia, aparecen también otros frutos de su experiencia en la capital. Es evidente la influencia del citado Lugones, en cuanto a la voluntad de evitar los lugares comunes, la utilización de un vocabulario hasta entonces considerado antipoético, la adjetivación insólita, las metáforas inesperadas, los juegos de palabras, la predilección por los vocablos esdrújulos y el uso humorístico de la rima.
En 1921, al celebrarse el primer centenario de la Independencia, escribió un breve ensayo muy significativo, Novedad de la Patria, donde expone las ideas que desarrollará en su poema más famoso, La suave patria, en cuyos versos épicos y líricos exalta los sentimientos nacionalistas; fue publicado por la Secretaría de Educación Pública cuando su titular era José Vasconcelos. Un último libro de poemas fue publicado póstumamente con el título El son del corazón (1932).
En todos ellos se percibe un acendrado catolicismo que tiene como contrapeso la pasión amorosa. Resaltó esa ambigüedad el nobel chileno Pablo Neruda, al decir que viene también el líquido erotismo de su poesía que circula en toda su obra como soterrado, envuelto por el largo verano, por la castidad dirigida al pecado. Lo mismo pensaba el poeta mexicano Xavier Villaurrutia, para quien la poesía de López Velarde es la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasequibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante las llamadas del erotismo, de la religiosidad y de la muerte.
Estaba en vísperas de hacer un viaje a Europa, recién cumplidos los 33 años, cuando falleció víctima de una pleuresía, el 19 de junio de 1921. Su prematura desaparición arrebató a las letras mexicanas un creador de enorme fuerza y talento muy personal. Tras su muerte fueron apareciendo sus demás obras, que habían sido preparadas por el propio autor, y en otros casos se rescataron de periódicos y revistas. Se editó el tercer volumen de su producción poética (El son del corazón, 1932) y otros tres que contienen su obra en prosa (El minutero, 1933; El don de febrero. Poesía, cartas y documentos, 1952; y Prosas políticas, aparecido en 1953).
A su muerte, a instancias de Vasconcelos se le tributaron honores como poeta nacional, y su obra -sobre todo el poema «Suave Patria»- se exaltó como expresión suprema de la nueva mexicanidad nacida de la Revolución. La apropiación oficial no excluyó otras lecturas de su obra: los poetas del grupo Contemporáneos vieron en él, junto a Tablada, el comienzo de la poesía mexicana moderna. En particular, Villaurrutia destacó la centralidad de López
Velarde en la historia de la poesía mexicana, y lo comparó con el poeta y ensayista francés Charles Baudelaire.
El estudio más completo sobre su figura lo realizó en 1961 el investigador norteamericano Allen W. Phillips, dando pie a un iluminador estudio de Octavio Paz, incluido en su libro Cuadrivio (1963), en el que hace hincapié en la modernidad del poeta jerezano, al que relaciona con autores como Jules Laforgue, Lugones o Julio Herrera y Reissig. En 1989 con motivo del centenario de su nacimiento, el escritor mexicano Guillermo Sheridan escribió una biografía del poeta, titulada Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, quizá la más completa hasta la fecha.
A pesar de su breve vida y su breve obra, la importancia de López Velarde y la influencia que ha ejercido en la poesía latinoamericana moderna, son indiscutibles. Su obra, como la de Tablada, marca el momento de transición entre el modernismo y la vanguardia. La eclosión de los ismos en el ámbito hispánico se anuncia ya en su novedoso tratamiento del lenguaje poético y al mismo tiempo, la dualidad que preside su obra (el contraste entre las tradiciones del campo y la turbulencia de la ciudad, y su propio forcejeo angustiado entre las inclinaciones ascéticas y la sensualidad pagana), tiene un claro carácter romántico-modernista.
En la poesía de Ramón López Velarde (1888-1921) se amalgaman lo conversacional y la imagen insólita, la nostalgia de la provincia y la excitación de la urbe, el catolicismo más acendrado y el paganismo más sensual.
El son del corazón
Una música íntima no cesa, porque transida en un abrazo de oro la Caridad con el Amor se besa.
¿Oyes el diapasón del corazón? Oye en su nota múltiple el estrépito de los que fueron y de los que son.
Mis hermanos de todas las centurias reconocen en mí su pausa igual, sus mismas quejas y sus propias furias.
Soy la fronda parlante en que se mece el pecho germinal del bardo druida con la selva por diosa y por querida.
Soy la alberca lumínica en que nada, como perla debajo de una lente, debajo de las linfas, Sherezada.
Y soy el suspirante cristianismo al hojear las bienaventuranzas de la virgen que fue mi catecismo.
Y la nueva delicia, que acomoda sus hipnotismos de color de tango al figurín y al precio de la moda.
La redondez de la Creación atrueno cortejando a las hembras y a las cosas con el clamor pagano y nazareno.
¡Oh Psiquis, oh mi alma: suena a son moderno, a son de selva, a son de orgía y a son mariano, el son del corazón!
El son del corazón. 1919-21.
Novedad de la patria
El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años del sufrimiento para concebir una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa.
El instante actual del mundo, con todo y lo descarnado de la lucha, parece ser un instante subjetivo. ¿Qué mucho, pues, que falten los poetas épicos hacia afuera? Correlativamente, nuestro concepto de la patria es hoy hacia adentro. Las rectificaciones de la experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras glorias sobre españoles, yanquis y franceses, y la celebridad de nuestro republicanismo, nos han revelado una patria, no histórica ni política, sino íntima.
La hemos descubierto a través de sensaciones y reflexiones diarias, sin tregua, como la oración continua inventada por San Silvino.
La miramos hecha para la vida de cada uno. Individual, sensual, resignada, llena de gestos, inmune a la afrenta, así la cubran de sal. Casi la confundimos con la tierra.
No es que la despojemos de su ropaje moral y costumbrista. La amamos típica, como las damas hechas polvo -si su polvo existe- que contaban el tiempo por cabañuelas. Un gran artista o un gran pensador podrían dar la fórmula de esta nueva patria.
Lo innominado de su ser no nos ha impedido cultivarla en versos, cuadros y música. La boga de lo colonial, hasta en los edificios de los señores comerciantes, indica el regreso a la nacionalidad.
De ella habíamos salido por inconsciencia, en viajes periféricos sin otro sentido, casi, que el del dinero. A la nacionalidad volvemos por amor… y pobreza.
Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla. Castellana y morisca, rayada de azteca, una vez que rascamos de su cuerpo las pinturas de olla de silicato, ofrece -digámoslo con una de esas locuciones pícaras de la vida airada- el café con leche de su piel.
Literatura -exclamará alguno de los que no comprenden la función real de las palabras, ni sospechan el sistema arterial del vocabulario. Pero poseemos, en verdad, una patria de naturaleza culminante y de espíritu intermedio, tripartito, en el cual se encierran todos los sabores.
El país se renueva ante los estragos y ante millones de pobladores que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad. ¿Por virtud de qué fibras se operará esta adivinanza?
En las pruebas de canto, los jurados charlan, indiferentes a las gargantas vulgares. Hasta que una alumna los avasalla. Es el momento arcano de la dominación femenina por la voz. Así ha sonado, desde el Centenario, la voz de la nacionalidad.
Hay muchos desatentos. Gente sin amor, fastidiada, con prisa de retirar el mantel, de poner las sillas sobre la mesa, de irse.
Tampoco escasean los amantes, fieles en cada rompe y rasga, calaveras de las siete noches de la semana, prontos a aplaudir las contradicciones mismas, diseminadas por el territorio, que se resumen en la vasta contradicción de la capital. En este tema, al igual que en todos, sólo por la corazonada nos aproximamos al acierto. ¿Cómo interpretar, a sangre fría, nuestra urbanidad genuina, melosa, sirviendo de fondo a la violencia, y encima las germinaciones actuales, azarosas al modo de semillas de azotea?
Un futuro se agita en la placidez diocesana de nuestros hábitos. A veces creemos que va a morir el primor del mundo. Que la turbamulta famélica aniquilará los diamantes tradicionales, los balances del pensamiento, los finiquitos de la emoción.
¿Quedará prudencia a la nueva patria? Sus puertas cocheras guardan todavía los landós en que pasearon aquellas señoras, camarlengas de las vírgenes, y las familias que oyen hablar de Lenin se alumbran con la palmatoria del Barón de la Castaña…
La alquimia del carácter mexicano no reconoce ningún aparato capaz de precisar sus componentes de gracejo y solemnidad, heroísmo y apatía desenfado y pulcritud, virtudes y vicios, que tiemblan inermes ante la amenaza extranjera, como en los Santos Lugares de la niñez temblábamos al paso del perro del mal.
Bebiendo la atmósfera de su propio enigma, la nueva patria no cesa de solicitarnos con su voz ronca, pectoral. El descuido y la ira, los dos enemigos del amor, nada pueden ni intentan contra la pródiga. Únicamente quiere entusiasmo. Admite de comensales a los sinceros, con un solo grado de sinceridad. En los modales con que llena nuestra copa, no varía tanto que parezca descastada, ni tan poco que fatigue; siempre estamos con ella en los preliminares, a cualquiera hora oficial o astronómica. No cometamos la atrocidad de poner las sillas sobre la mesa.
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