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Archive for the ‘Escritores y Lecturas’ Category

Eugenio Sofonisco, dedicaba la mañana del domingo a las cobranzas del hierro trabajado. Salía de la incesancia áurea de su fragua y entraba con distraída oblicuidad en la casa de los mayores del pueblo. No se podía saber si era griego o hijo de griegos. Sólo alcanzaba su plenitud rodeado por la serenidad incandescente del metal. Guardaba un olvido que le llevaba a ser irregular en los cobros, pero irreductible. Volvía siempre silbando, pero volvía y no se olvidaba. Tenía que ir a la casa del filólogo que le había encargado un freno para el caballo joven del hijo de su querida, y aunque el ayuda de cámara le salía al paso, Sofonisco estaba convencido de que el filólogo tenía que hacer por la mano de su ayuda de cámara los pagos que engordaban los días domingos. Para él, cobrar en monedas era mantener la eternidad recíproca que su trabajo necesitaba. Mientras trabajaba el hierro, las chispas lo mantenían en el oro instantáneo, en el parpadeo estelar. Cuando recibía las monedas, le parecía que le devolvían las mismas chispas congeladas, cortadas como el pan.

Agudo y locuaz, le gustaba aparecer como lastimero y sollozante. El domingo que fue a casa del filólogo se entró al ruedo, oblicuo como de costumbre, y al atravesar el largo patio que tenía que recorrer antes de tocar la primera puerta, vio en el centro del patio una montura con la inscripción de ilustres garabatos aljamiados. Ilustró la punta de sus dedos recorriendo la tibiedad de aquella piel y la frialdad de los garabatos en argentium de Lisboa. Apoyado en su distracción avanzaba convencido, cuando la voz del mayordomo del filólogo llenó el patio, la plaza y la villa. Insolencia, decía, venir cuando no se le llama, nos repta en el oído con la punta de sus silbidos y se pone a manosear la montura que no necesita de su voluptuosidad. Orosmes, soplillo malo. No vienes nunca y hoy que se te ocurre, mi señor el filólogo fue a desayunar a casa del tío de un meteorólogo de las Bahamas que nos visita, y no está ni tiene por qué estar. Usted viene a cobrar y no a acariciar la plata de las monturas que no son suyas. Empieza por hacer las cosas mal, y después acaricia su maldad. Un herrero con delectación morosa. Te disfrazas de distraído amante del argentium, pero en el puño se te ve el rollo de los cobros, las papeletas de la anotación cuidadosa. Te finges distraído y acaricias, pero tu punto final es cerrar el pañuelo con arena aún más sucia y con las monedas en que te recuestas y engordas. No te quiero ver más por aquí, te presentas en el instante que sólo a ti corresponde, alargas la mano y después te vas. No tienes por qué acariciar la plata de ninguna montura. La voz se calló, desaparecieron los carros de ese Ezequiel, y Sofonisco saltó de su distracción a una retirada lenta, disimulada.

El domingo siguiente se levantó con una vehemencia indetenible para volver a repetir la cobranza en casa del filólogo. Se sentía avergonzado de los gritos del mayordomo, vaciló, y le dijo a su mujer la urgencia de aquel cobro y el malestar que lo aguantaba en casa. La mujer de Sofonisco se cambió los zapatos, se alisó, mientras adoptaba la dirección de la casa del filólogo. Se le olvidó acariciar la montura antes de que su mano cayese tres veces en el aldabón.

No le salió al paso el mayordomo, sino la esposa del filólogo. Insignificante y relegada cuando su esposo estaba en casa si éste viajaba adquiría una posición rectificadora y durante la ausencia del esposo presumía de modificar y humillar al mayordomo. Le había mandado que ayudase a fregar la loza, que abandonase el plumero y sus insistentes acudidas a la más lejana insinuación a su presencia, llenada con mimosas vacilaciones. Había visto la humillación de la noble distracción de Sofonisco, anonadado por la crueldad y los chillidos del mayordomo. Y ahora quería limpiarle el camino, reconciliarse.

A la presencia del deseo de cobranza, contestó con muchas zalemas que su esposo continuaba las visitas dominicales al meteorólogo de las Bahamas, ya que tenían mucho que hablar acerca de la influencia de la literatura birmana en el siglo II de la Era Cristiana. Ella no tenía dinero en casa, pero se afanaría por hacer el pago en cualquier forma. Sorprendió una indicación lejana. Ah, sígame, le dijo. La traspasó por pasadizos hasta que llegaron como a un oasis de frío, estaban en la nevera de la casa. Le enseñó colgada una buena pierna de res. Es suya, le dijo, se la cambio por el recibo. No tengo por ahora otra manera de pagarle. Quizás el domingo siguiente el mayordomo le entregue unas cuantas monedas que le envía mi esposo el filólogo. Pero no, dijo como iluminada, prefiero pagarle yo ahora mismo. Es suya, llévesela como quiera, pero no la arrastre, requiere un buen hombro. Vaya a buscar a su esposo. Las puertas quedarán abiertas para que no se moleste. Dispense, adiós.

Al llegar a su casa el herrero descansó la pierna de la res cerca del baúl, indeciso ante la situación definitiva del nuevo monumento que se elevaba en su cámara. Tenía unos fluxes que nunca usaba, esperando una solemnidad que nunca lo saludaba, los empapeló y los llevó hasta una esquina donde fueron desenvueltos en un cromatismo xántico. Izó la pierna y la situó en el respeto de una elevación que no evitase la tajada diaria al alcance de la mano, y salió a airearse, el olor penetrante de la res le había comunicado una respiración mayor que necesitaba de la frecuencia de los árboles en el aire que él iba a incorporar.

La esposa se desabrochó, esperando el regreso del herrero para hacer cama. Desnuda se acercó a la pierna de la res, la contempló, acariciándola con los ojos desde lejos. La pierna trasudó como una gota de sangre que vino a reventar contra su seno. No reventó, al golpe duro de la gota de sangre en el seno sintió deseos de oscurecer el cuarto antes de que regresase el herrero. Sintió miedo de verse el seno y miedo de ver el esposo. El sueño, uno al lado del otro, los distanció por dos caminos que terminaban en la misma puerta de hierro con inscripciones ilegibles. Cierto que ella era analfabeta; él, había comenzado a leer en griego en su niñez; a contar los dracmas limpiando calzado en Esmirna y había hecho chispas en los trabajos de la forja colada en la villa de Jagüey Grande. Cuando dormía después que había penetrado con su cuerpo en su esposa diversificaba su sueño, ocurriéndosele que recibía un mensaje de Lagasch, alcalde de Mesopotamia, comprando todas sus cabras. Al terminar el sueño, soñaba que estaba en el principio de la noche, en el sitio donde se iniciaba la inscripción de los soplos benévolos.

Al despertar la esposa tuvo valor para contemplarse el seno. Había brotado una protuberancia carmesí que trató de ocultar, pero el tamaño posterior la llevó a hablar con Sofonisco de la nueva vergüenza aparecida en su cuerpo. El no le dijo lo que tenía que hacer. Se sintió tan indeciso, después consideró la aparición de algo sagrado, luego respetaba más que nunca a su mujer, pero no la tocaba ya. Todos los vecinos le hablaron del negro Tomás, cuyo padre había alcanzado una edad que los abuelos del pueblo en su niñez ya lo recordaban como viejo. Había curado viruelas, andaba con largo cayado de rama de naranjo, cuando se tornaban negras, abrazándose con blancas. Allí fue y el negro le habló con sílaba lenta, de imprescindible recuerdo: me alegra el herrero y me voy a entretener en devolverle a su esposa como un metal. Hay que hacer primero túnel y después salida. Yo tengo el aceite del túnel, no preveo la salida que Dios tiene que ayudar. Hay un aceite de nueces de Ipuare, en el Brasil, que es caliente y abre brecha e inicia el recorrido. Con esa dinamita aceitada su pelota desaparecerá, no desaparecer, va hacia dentro buscando una salida. Se lo pone una semana, dejando caer la gota de aceite hirviendo a la misma altura donde cayó la gota de sangre. Después, vuelva. Algo tiene que ocurrir. Ya no se espera que algo ocurra. Antes, cuando tocaban la puerta, se sentía que podía ser Dios. Ahora se piensa que sea un cobrador y no se abre. Mientras se aplica el aceite hirviendo, tiene que tocarla su esposo todos los días. Ya tiene túnel, ahora espere salida.

Se sentía penetrada, la penetración estaba en tan mínima dosis en su recorrido que no sentía dolor. El topo seguido de la comadreja, el oso hormiguero seguido de una larga cadena la recorrían. Buscaban una salida, mientras sentía que la protuberancia carmesí se iba replegando en el pozo de su cuerpo. Un día encontró la salida: por una carie se precipitó la protuberancia. Desde entonces empezó a temblar, tomar agua -orinar- tomar agua, se convirtió en el terrible ejercicio de sus noches. Estaba convencida que había sanado ¿acaso no había visto ella misma a la protuberancia caer en el suelo y desaparecer como una nube que nunca se pudo ver? Tuvo que ir de nuevo a ver al negro Tomás. Hubo túnel y salida, le dijo, ésta la ganó usted. Yo no podía prever que una carie sería la puerta. Ahora le hace falta no el aceite que quema, sino el que rodea la mirada. Yo no podía ver a una carie como una puerta, pero conozco ese aceite de calentura natural que se va apoderando de usted como un gato convertido en nube. Vaya a ver al negro Alberto, y él, que ya no baila como diablito, le ofrecerá los colores de sus recuerdos, las combinaciones que le son necesarias para su sueño. Usted fue recorrida por animales lentos, de cabeceo milenario. Ahora salga, siga con sus pasos la lección que le va a dictar su mirada. Tiene que convertir en cuerda floja todo cuanto pise.

Fue a ver al negro Alberto. Vivía en una casa señorial de Marianao, la casa solariega de los Marqueses de Bombato había declinado lentamente hacia el solar. En 1850, los Marqueses daban fiestas nocturnas, maldiciendo la llegada de la aurora. En 1870, se había convertido en una casona gris de cobrar contribuciones. En 1876, era el estado ciudad de un solar de Marianao. Ahora se guardaba una colilla para ser fumada tres horas después, en el blasón de una puerta de caoba. La pila bautismal recibía diariamente la materia que hace abominables a las pajareras. El negro Alberto estaba sentado en una pieza que tenía la destreza de trabajo de un sillón de Voltaire con la destreza simbólica de un sillón Flaubert. Al verla se levantó para otorgarle las primeras palmatorias.

Ya hubo túnel, le preguntó con una solemnidad jacarandosa. Con una elasticidad madura que guardaba la enseñanza de sus gestos.

Lo hubo y la carie sirvió de puerta. Pero a pesar de que yo vi, estaba muy despierta, rebotar la bolita contra el suelo que todos los días brillantó, no me siento bien y sufro.

Alberto había sido diablito en su juventud. Cuando era adolescente bailaba desnudo, a medida que recorría los años iba aumentando su colección de túnicas. Cuando se retiró mostraba sus colecciones a los enviados por el negro Tomás con fines curativos. Transcurría diseñando los vestidos que ya no podía ponerse para ninguna fiesta, y su mujer costurera copiaba como si en eso consistiese su fidelidad. Algunos se complicaban en laberintos de hilos, sedas y cordones, que rememoraba a Nijinsky entrevisto por Jacques Emile Blanche. Otros se aventuraban en el riesgo sigiloso de dos colores contrastados con una lentitud de trirreme. Los fue entreabriendo en presencia de la esposa de Sofonisco. Las correas con campanillas que ceñían sus brazos y piernas estaban invariablemente resueltas siguiendo las vetas de oro en el fondo verde oscuro del cobre. Las más retorcidas combinaciones dejaban impávidas a la mujer del griego. Parecía que ya Alberto tocaría el final de su colección de túnicas y ni él se intranquilizaba ni la visitante mostraba la serenidad que había ido a rescatar. Por fin, mostró entre las últimas túnicas, la lila que mostraba grabada en sus espaldas una paloma. Los collares que ceñían sus brazos y sus piernas ya no eran circulares. En la boca de la paloma no se observaban ramas de trigo o aceitunas, sino muy roja, mostraba su boca en doble rojez. Alberto anotó fríamente en su memoria: blanco, lila y rojo. Como quien vuelve del sueño aparta los pañuelos que se le tienden, la esposa del herrero dijo: ya estoy en la orilla.

Fue a pagarle los servicios suntuosos del negro Alberto. Recordó lo horrible que era para ella cobrar, llevar a su casa aquella enorme pieza de res. Pensó que pagar era como lanzar una maldición a un rostro que no la había provocado.

No busque, le dijo Alberto, coja el hueso de la pierna y entiérrelo. Recuérdalo, pero no lo mire. La ironía del túnel es la paloma, siempre encuentra salida. Yo creí que había que despertarla, pero su propia sangre la llevaba a poner la mano en un cuerpo blando. La paloma blanca y la lengua roja colocan su mirada en lo cotidiano de la mañana.

Sin embargo, le contestó, el negro Tomás me aconsejaba que Sofonisco me tocara y yo comprendía que él me tenía miedo. Me pasaban cosas extrañas y él huía. Me abrazaba, pero mostraba en el fondo de sus averiguaciones carnales una indiferencia, como si me hubiese convertido en una imagen desatada de la carne. Ahora me recordará con más precisión y podré caber de nuevo dentro de él sin atemorizarlo. Entonces se sacó del seno un hilo que el negro Alberto, siempre avisado, fue tirando, cuando todo el hilo estaba desconcertado por el suelo, lo cogió y lo lanzó en la saya de su mujer que seguía cosiendo, recorriendo mansamente sus diseños.

Habían pasado los años que ya mostraba el hijo de Sofonisco y el pitagórico siete se mostraba con el ritmo que golpeaba la pelota contra el suelo. Su frenesí lo llevaba a golpear tan rápidamente que parecía que en ocasiones la pelota buscaba su mano como si fuera un muro, con la confianza de ser siempre interrumpida. Otras veces, después de tropezar con el suelo la pelota se levantaba como si fuese a trazar la altura de un fantasma imposible. La madre contemplaba con una lánguida extrañeza aquel frenesí de su hijo. Crecía, se volvía roja como cuando el padre martillaba las chispas. Parecía estar ciego en el momento en que le pegaba a la pelota contra el suelo y luego casi con indiferencia no recobraba el orgullo de la mirada al ver la altura alcanzada. Al alcanzar una altura increíble para el golpe de su pequeña mano, alcanzó una altura misteriosa que ya más nunca podría rebasar. La pelota vaciló, recorrió una canal invisible y al fin se quedó dormida en la pantalla de grueso cartón verde que cubría el bombillo. La madre del nuevo Sofonisco, se movilizó jubilosa para entregarle a su hijo la alegría del reencuentro. Como si hubiese resuelto la invención de poblar el aire de peces, fue al patio y cogió la vara que alzaba a la tendedora lo más alto posible de las manchas de la tierra. Le dio un golpe muy ligero a la pelota para ver que rodase por la pantalla. No pudo prever la velocidad devoradora que adquiriría la pelota, muy superior a la huida de sus piernas. Le cayó en la nuca. El niño escondió la pelota para que llenase el mismo tiempo que le estaba dedicado al día siguiente. El herrero se fue a dormir, sus músculos estaban muy espesos por su ración diaria de martillazos y necesitaba del aceite flexible del sueño. El niño necesitaba esconder algo para dormirse. Ella ocupó su lugar: dormir sin despertar al que estaba a su lado. Soñó que por carecer de piernas, circulizada, se movía, pero sin poder definir ningún camino. Con una lentitud secular soñó que le iban brotando retoños, después prolongaciones, por último, piernas. Cuando iba a precisar que caminaba se encontró la entrada de un túnel. Ya ella sabía, el sueño era de fácil interpretación llevado por sus recuerdos y se sintió fatigada al sentirse la más aburrida de las aburridas.

Dejó el sueño en el momento en que entraba en el túnel, pero al despertar se llevó la mano a la nuca y allí estaba de nuevo la protuberancia carmesí. Ya está ahí, dijo, como quien recibe lo esperado.

Viene como siempre, contestó Sofonisco despertándose, a hacer su mal y lo peor es que tenemos que salir con él. Cualquiera que se quede sin el otro hasta el último momento, hasta entrar, es el que no podrá recordar.

Hay que averiguarlo, seguirlo, dijo ella, ya es la segunda vez y ahora viene a destruir como quien trabaja sobre un cuerpo relaxo que no tiene prolongaciones para atraer o rechazar. Puerta, túnel, carie, la paloma encuentra salida, todo eso está ya desinflado, Y no sé si el negro Tomás al surgir el nuevo hecho en la misma persona no se distraerá, fingirá que se pone al acoso para descansar. Yo misma he borrado la posibilidad de la sorpresa que mi cuerpo recién lavado puede ofrecer. Me veo obligada a recorrer un camino donde los deseos están cumplidos.

Sí, dijo Sofonisco, que ya no se rodeaba de un halo de chispas, pero eso sucede delante de mí y no puedo contemplar un espectáculo tan terrible sin ver las contradicciones que recibo cuando estoy dormido y siento que te acuestas a mi lado.

Entonces, dijo ella, tengo que buscar tu salud y aunque estoy ya convertida en cristal, tengo que girar para que tus ojos no se oscurezcan.

De pronto, cuando llega el cangrejo, dijo el herrero tiritando, me veo obligado a retroceder y ya no puedo tocarte. Cuando tú luchas con esas contradicciones que te han sido impuestas, me asomo y veo que lo que me transparentaba se borra, que es necesario reencontrarlo después de un paréntesis peligroso. Aunque ya tú no tengas curiosidad, me es necesario comprender una destreza, la forma que tú adquieres para caer en tu separación de mi cuerpo. Esa monotonía que tú esbozas, esa impertinencia para comprobar tus deseos, revela un endurecimiento que yo disculpo, pues en los caminos que te van a imponer, requieres una gran opacidad, ya que la luz te iría reduciendo, descubriéndote en un momento en que ya tú no puedes ser conocida por nadie.

Ah, tú, silabeó la esposa, ahora es cuando surges y ya no necesitas tocarme. Cuando surge ese escorpión sobre mi cuerpo te entretienes con los esfuerzos que yo hago para quitármelo de encima. Cuando veas que ya no puedo quitármelo entonces empezará tu madurez. Al día siguiente, con la flor del aretillo sobre el seno, fue a ver al negro Tomás.

Atravesó la bahía. El negro la situó entre una esquina y un farol que se alejaba cinco metros. Precipitadamente le dejó el frasco con aceite y el negro se hizo invisible. La esposa del herrero distinguió círculos y casas. El semicírculo de la línea de la playa, el círculo de los carruseles que lanzaban chispas de fósforo y latigazos, y más arriba las casas en rosa con puertas anaranjadas y las verjas en crema de mantecado. Negros vestidos de diablito avanzaban de la playa a los carruseles y allí se disolvían. Empezaban desenrollándose acostados en el suelo, como si hubiesen sido abandonados por el oleaje. Se iban desperezando, ya están de pie y ahora lanzan gritos agudos como pájaros degollados. Después solemnizan y cuando están al lado de los carruseles las voces se han hecho duras, unidas como una coral que tiene que ser oída. Los carruseles como si mascasen el légamo de ultratumba cortan sus rostros con cuchilladas que dejan un sesgo de luna embadurnada con hollín y calabaza. La calabaza fue una fruta y ahora es una máscara y ha cambiado su ropa ante nuestro rostro como si la carne se convirtiese en hueso y por un rayo de sol nocturno el esqueleto se rellenase con almohadas nupciales. Aquellas casas girando parecen escaparse, y golpean nuestro costado. Es lo insaciable; los diablitos avanzan hasta los carruseles y éstos lo rechazan otra vez y otra hasta la playa. Los soldados momificados soportan aquella lava. Uno saca su espada y surge una nalga por encantamiento y pega como un tambor. Un negrito de siete años, hijo de Alberto el de las túnicas, vestido de marinero veneciano, empina un papalote para conmemorar la coincidencia de la espada y la nalga. La esposa, portadora del cangrejo, acostumbrada a las chispas del herrero griego, retrocede de la esquina hasta el farol. Cuando los diablos son botados hasta la playa, ella avanza cautelosamente hasta la esquina. Cuando los diablitos llegan hasta los bordes del carrusel, ella retrocede hasta el farol. Sintió pánico y la voz le subía hasta querer romper sus tapas, pero el cangrejo que llevaba en la nuca le servía de tapón. Las grandes presiones concentradas en los coros de los negros se sintieron un poco tristes al ver que nada más podían trasladarla de la esquina hasta el farol. Y a la limitación, a la encerrona de su pánico oponían la altura de sus voces en un crecento de mareas sinfín. Después supo que un poeta checo que asistía para hacer color local, acostumbrado a los crepúsculos danzados en el Albaicín, había comenzado a tiritar y a llorar, teniendo un policía que protegerlo con su capota y llevarlo al calabozo para que durmiese sin diablos. Al día siguiente, las páginas de su cuaderno lucían como pétalos idiotas entre el petróleo y la gelatina de las tambochas, devueltas por los pescadores eruditos a las aguas muertas de la bahía.

Y más allá de los carruseles, las casas pobladas hasta reventar, con las claraboyas cerradas para evitar que la luz subdivida a los cuerpos. Bailándole a las esquinas, a los santos, al fango tirado contra cualquier pared, en cada casa apretada se repite la caminata de la playa hasta el carrusel. De pronto, un cuerpo envuelto en un trapo anaranjado es lanzado más allá de las puertas. Los soldados enloquecidos lanzan tiros como cohetes. Pero las casas cerradas, llenas hasta reventar, desdeñan el fuego artificial. “Aquí te encontré y aquí te maté”. Y la cuchillada… Ah… La esposa del herrero siente que le clavan la cabeza y retrocede hasta el farol. Pasan por encima de ella, como en un asalto, todo el botín de la fiesta. Recibe una claridad, la mañana comienza a acariciarla. Empieza a sentir, a recuperar y sorprende que el frasco de aceite del Brasil hierve queriendo reventar. Cree que aún separa a los grupos, pide permiso y nadie la rodea. La lancha que la devuelve como única tripulante, le permite un sueño duro que galopa en el petróleo. Sale de la lancha con pasos raudos, como si la fuese a tripular de nuevo. Cuando llega a su casa percibe a su esposo y a su hijo respetuosos de las costumbres de siempre. Y lleva el aceite hirviendo hasta su nuca. Ya encontró camino, le dice de nuevo el negro Tomás cuando lo visita, y saldrá más allá del túnel. Por la mañana lanza de nuevo la protuberancia carmesí. Ahora ha saltado por el túnel de la cuenca del ojo izquierdo. Pero la zozobra que la continúa es insoportable. El esposo alejado de ella, en una soledad duplicada, se lleva de continuo el índice a los labios. Y aunque está solo y muy lejos de ella, repite ese gesto, que la vecinería a su vez comenta y repite. Y el hijo, más huraño, antes de entrar en el sueño, se obstaculiza a sí mismo en tal forma que la pelota rueda como si fuese agua muerta o una cucharada despreciada cuyo vuelo es seguido con indiferencia.

¿Qué les pasa a ustedes?, dice después de la sobremesa, lanzándole la pelota a su hijo que la deja correr, importándole nada su desenvolvimiento.

Estás en vacaciones, ahora se dirige al esposo, para ver si tiene mejor suerte, no quieres hacer nada y las monturas de hierro van formando por toda la casa una negrura que será imposible limpiar cuando nos mudemos.

Nos mudaremos, le contesta casi por añadidura, y los hierros se quedarán, ya con ellos no se puede hacer ni una sola chispa. Me gusta más ver una luciérnaga de noche que arrancarles una chispa a esos hierros de día.

Ahora, le decía días más tarde el negro Tomás, no puedo predecir el combate de la golondrina y la paloma. Ni en qué forma le hablarán. Sé que la golondrina no puede penetrar en la casa y conozco la sombra de la paloma. Sin embargo, una golondrina se obstinará en penetrarla y la paloma le hará daño. Siempre que pelean la golondrina y la paloma se hace sombra mala.

Buscaba la huida de su casa. Con un paquete a su lado, por si tenía que permanecer en los parques a la noche, mostraba aún sobre su seno la flor del aretillo. En varias ocasiones la flor rodaba, queriendo escapársele, pero su indiferencia aun podía extender la mano y recuperarla. Su atención fue indicando los carros de golondrinas que borraban las nubes. No era su intención, hasta donde su mirada podía extenderse, poner la mano en el cuello de ninguna de ellas. El verso de Pitágoras, domésticas hirundines ne habeto que aconseja no llevar las golondrinas a la casa, existía para ella. Observaba sus perfectas escuadras, sus inclinaciones incesantes y geométricas. Apenas pudo hacer un vertiginoso movimiento con la mano derecha para ahuyentar a una golondrina que se apartaba de la bandada y había partido como una flecha marcada a hundirse en su rostro. Rechazada, volvió un instante a la estación de partida como para no perder la elasticidad que la lanzaba de nuevo, como el rayo se hace visible mientras la nube retrocede. Aterrorizada asió a la golondrina por el cuello y comenzó a apretarla. Cuando sintió la frialdad de las plumas, asqueada abrió las manos para que se escapase. Entontada, el ave ya no tenía fuerza para alejarse y la rondaba a una distancia bobalicona. Le hacía señas y gritos a la golondrina para que huyese, pero ella insistía, idiotizada como en las caricias de un borracho. Tuvo que huir volviendo el rostro para asegurar que el ave ya no tenía fuerza para perseguirla. A la otra mañana, como sucede siempre en la vergüenza de la conciencia, repasó aquel sitio donde se había manifestado el conjuro. Al lado del paquete, la golondrina lucía con sofocada torpeza la última frialdad. Pudo oír los comentarios de las esquinas que le indicaban que la golondrina había hecho esfuerzos contrahechos para acercarse al paquete. Esa misma noche soñó, mientras el herrero y su hijo guardaban de ella una distancia regida por la prudencia: la golondrina era de cartón mojado; el rocío había traspasado los papeles del paquete y algodonado los cordeles que lo custodiaban. Dentro, un niño gelatinoso, deshuesado en una herrería que manipulaba con martillos de agua, ofrecía su ombligo con una protuberancia carmesí para que abrevase el pico de caoba de la golondrina.

Después de tanto guerrear había ido volviendo a sus paseos del crepúsculo. Tuvo deleite de atar dos recuerdos, entremezclándolos y separándole después sus pinzas, irónicas. Creían que la habían dejado serena, no la huían, pero ya a su lado nada se le ponía en marcha para su destino. Creía recordar las cosas que pasaban a su lado con una dureza de arañazo. Alejaba tanto el rostro que se le acercaba o la mano que se le tendía que los gozaba como una estampa borrosa. Podía reducir el cielo al tamaño de una túnica y la paloma que le echaba la sombra a la otra inmovilizada con su lengua de rojez contrastada en la túnica lila. Gozaba de una sombra que le enviaba la paloma que no se acerca nunca tanto como la golondrina cuando está marcada. La luz la iba precisando cuando ya el herrero y su hijo no sentían el paseo del cangrejo por su nuca o por el seno que había impulsado con levedad acompasada la flor del aretillo. El cangrejo sentía que le habían quitado aquel cuerpo que él mordía duro y que creía suyo. Le habían quitado aquel cuerpo que él necesitaba para lo propio suyo, semejante al enconado refinamiento de las alfombras cuando reclaman nuestros pies.

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 José María Andrés Fernando Lezama Lima nació el 19 de diciembre de 1910 en el campamento militar de Columbia, en La Habana, hijo del coronel de artillería e ingeniero José María Lezama y Rodda  y de Rosa Lima y Rosado.

En 1918 su padre se ofrece como voluntario a las tropas aliadas para combatir en la Primera Guerra Mundial, viaja a Estados Unidos con su familia y un año después muere a causa de la influenza en la Florida. La familia regresa a Cuba y se muda a la casa de la abuela materna, a Prado en La Habana vieja donde vivirá el resto de su vida.

En 1920 ingresa al colegio Mimó y cursa sus estudios primarios, lee el Quijote por primera vez. Comienza sus estudios de segunda enseñanza en el Instituto de La Habana, donde se gradúa como bachiller en ciencias y letras en 1928. Un año más tarde iniciará los estudios de Derecho en la Universidad de La Habana.

Su obra culterana está saturada de claves, enigmas, alusiones, parábolas y  alegorías que aluden a una realidad secreta, íntima y al mismo tiempo, ambigua. Desarrolló una erótica de la escritura que anticipa a las corrientes europeas de la estilística estructuralista.

Sus ensayos son imaginativos, poéticos, abiertos y constituyen una recreación de textos y visiones. Promotor de revistas y cenáculos, supo congregar en torno de sí a los poetas cubanos más importantes. Su amistad con el poeta y sacerdote español Ángel Gaztelú, contribuyó a la formación de su mundo espiritual.

Participó en septiembre de 1930 en los movimientos estudiantiles contra la dictadura de Gerardo Machado. Publicó su primer trabajo, el ensayo Tiempo negado, en la revista Grafos.  Fundó en 1937 la revista Verbum y publica su famoso libro Muerte de Narciso, conoce al poeta español Juan Ramón Jiménez con quien mantiene una estrecha amistad. Durante los siguientes años creó otras tres revistas: Nadie parecíaEspuela de Plata y Orígenes junto a José Rodríguez Feo, una de las publicaciones cubanas más importantes en la que publicó los primeros cinco capítulos de su obra cumbre: Paradiso.

Sólo salió de Cuba durante dos breves períodos en viajes a México en 1949  y Jamaica un año después; en 1959 es nombrado director del Departamento de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura de Cuba, donde dirige importantes colecciones de libros clásicos. En 1961 comienza a trabajar en el Centro Cubano de Investigaciones Literarias. En 1965 ocupa el cargo de investigador y asesor del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias, publica su Antología de la poesía cubana.

En 1966 imprime su novela Paradiso, considerada por muchos críticos como una de las obras maestras de la narrativa del siglo XX; en ella confluye toda su trayectoria poética de carácter barroco, simbólico e iniciático. La versión definitiva fue publicada en 1970 por la editorial Era, en una edición revisada por el autor y al cuidado de Julio Cortázar y Carlos Monsiváis.

Profundo conocedor de Platón y su idealismo, los poetas órficos, los filósofos gnósticos, Luis de Góngora, las corrientes culteranas y herméticas y ferviente lector de los poetas clásicos, Lezama vivió plenamente entregado a los libros, a la lectura y a la escritura. Se ha dicho de él que fue «un escritor de palabra golosa, henchida de barruntos sobre las más extraordinarias imaginerías. En él, el vocablo se hunde, como inmenso cucharón, en un caldo que contiene todos los saberes y todos los sabores y logra extraer, inimaginablemente entremezclados, bocados que son imágenes, que son poesía. Lezama es un poeta de lo sensual; escritor de una palabra que es deleite, que es placer, que es plenitud» (Rafael Fauquié, Escribir la Extrañeza).

La estética de Lezama es la estética de la intuición y de lo intuitivo: percepción primaria donde se encuentran todas las clarividencias. Su poesía no se alteró en la forma ni el fondo con la llegada de la Revolución Cubana y se mantuvo como una suerte de monumento solitario difícilmente catalogable. Para muchos especialistas, el conjunto de su obra representa dentro de la literatura hispanoamericana una ruptura radical con el realismo y la psicología y aporta una alquimia expresiva que no proviene de nadie.

En 1972 recibe el Premio Maldoror de poesía de Madrid y en Italia el premio a la mejor obra hispanoamericana traducida al italiano, por la novela Paradiso.

Falleció el 9 de agosto de 1976 a consecuencia de las complicaciones del asma que padecía desde niño. A pesar de su escasa difusión editorial, la obra de José Lezama Lima sigue trascendiendo más allá del tiempo y las fronteras. Siendo hermético por instinto y exceso expresivo buscó la revelación del misterio de la poesía. Fue un poeta religioso que, como San Juan de la Cruz, hace prevalecer el sentir sobre el decir.

José Lezama Lima creó un sistema para explicar el mundo a través de la metáfora y especialmente de la imagen. Su famosa frase lo resume: la imagen es la realidad del mundo invisible. Él estructuró un sistema poético del mundo sin importarle la dificultad que su lectura entrañaba para todos los lectores: quiso explicar el conocimiento del mundo desde la otra orilla, desde lo desconocido y en ese recorrido lograr el desvelamiento de un nuevo ser nacido de la oscuridad: la poesía.  (jal)

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por Carlos Velázquez

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Daniel Sada

 Desde hace tiempo he insistido en que la literatura mexicana está en crisis. Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron (y más de un bofetón). ¿En qué me baso para proferir tal blasfemia? En la proliferación de la novela histórica y en el abuso de la narconarrativa. Sumemos a lo anterior que el pobre espacio que resta en las mesas de novedades es acaparado por la obra completa de Fuentes y Vargas Llosa. Si esto no es una dictadura, qué es.

 No faltará quien me eche en cara que la literatura goza de buena salud, que se escribe todos los días. Entiendo. Pero no voy a ir cada mañana a tocarle la puerta a mi vecino para que me permita leer sus poemas. Aunque nos cueste aceptarlo, el mercado domina el acceso a los contenidos. Entonces, alguien me pedirá que rectifique. Que asevere solamente que la literatura que pertenece al mundo editorial es la que se encuentra en crisis. Pero no existe diferencia. Es la misma. Si en la actualidad la literatura consiste en repetir modelos, la crisis es más profunda de lo que supongo. La práctica nacional de las letras ha devenido en una fábrica de güevones. A los jóvenes escritores ya no les interesa narrar historias. Si añadimos que en los últimos años el autor que ha vendido más novelas sobre México es un chileno, Roberto Bolaño, podemos hacernos una idea de lo desolador que resulta el panorama de las letras mexicanas.

 Pero la crisis no es exclusiva de las letras mexicanas, también campea sobre la «literatura norteña». La que se produce en el Norte de la República. Y si tomamos en cuenta que gran parte de la reputación de la literatura en el país es sostenida por las letras norteñas, la crisis resulta tremebunda. Y por si fuera poco, no existen dudas de que la literatura norteña atraviesa por una crisis en sí misma. Es una narrativa que empieza a fenecer. No hablamos entonces ya de una crisis. Si fracasa mañana la literatura norteña, qué sostendrá a las letras nacionales.

 Entonces surge un cuestionamiento: ¿cómo puede desfallecer algo que no ha alcanzado su esplendor? Lo que nos lleva a una interrogante más interesante: ¿cuál es la gran novela de la literatura norteña? ¿Existe? Ante esta pregunta lanzada al aire, alguien respondió que 2666, de  Bolaño. Debo confesar que este comentario me ofendió. Para mí, una de las posibles respuestas sería Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sin embargo, tiempo después lo comprendí. Con una escena literaria tan debilitada, por las razones que expuse arriba, la invasión de Bolaño reclamó para sí un mercado huérfano.

 ¿Por qué considero a Sada un autor infinitamente más excepcional que Bolaño? Por los mismos motivos que Rodrigo Fresán es mejor también. La respuesta es simple. El chileno es un escritor imitable. Baste revisar la producción de nuestros días para percatarnos de la multiplicación del fenómeno, al que de manera cariñosa y no sin sorna se ha bautizado como «los bolañitos». Pero más allá del impulso que provoque cierto esteta a ser plagiado, el problema más indefendible de la obra del chileno reside en la repetición.

 Abordemos dos casos, para ejemplificar. El argumento de Los detectives salvajes trata sobre la búsqueda de la poeta Cecilia Tinajero. La trama de 2666 es la misma. La búsqueda de Archimboldi, pero situada en Ciudad Juárez y extendida a cuatro novelas. Si realizamos un análisis más  detallado, observaremos que la producción bolañesca está llena de estas repeticiones. Y no hablemos de su cuentística. A mi juicio, es uno de los peores cuentistas de la historia de Hispanoamérica. Tal vez sólo superado por Ricardo Piglia, quien, a pesar de ostentar varias teorías sobre el cuento, ha escrito las historias más funestas del género. Fuera de Plata quemada, todo lo que ha escrito Piglia es un fraude, incluida su célebre Respiración artificial.

 Sada, ante Bolaño, sufrió las siguientes desventajas: no fue tan jetsetero, no era imitable en lo absoluto, y arribó tarde a la editorial Anagrama. Ante la fenomenología creada por Ciudad Juárez, una novela ambientada en las ignoradas comunidades de Coahuila no tiene oportunidad. Pero quizá el pecado mayor de Sada radique en que era un mejor escritor. Infinitamente. A Bolaño no le creo por varias pifias que cometió, pero la principal es que sus creaciones abrevan del realismo mágico (al que tanto atacó y criticó). Su carrera es una extensión de la dictadura literaria latinoamericana. Y es aquí donde Sada demostró ser un autor con una propuesta auténtica —que realizó desde la novela, y no a partir de su persona, caso contrario al de Bolaño.

 Más allá de sus experimentos lingüísticos —sin contar que, si se repitió (según algunos detractores), no fue redundante (y lo relativo a la repetición está sujeto a discusión)—, Sada (junto a otros) abrió una puerta que me parece el elemento más destacado de la «literatura norteña». Uno de los rasgos más trascendentales de la narrativa norteamericana es la búsqueda irrenunciable de la Gran Novela «Americana». En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y en Casi nunca, lo que Sada propone es una pesquisa similar, pero la concerniente a la Gran Novela Norteña.

 Y en este punto se localiza el gran reto de las letras del Norte. Antes creíamos que su éxito o su permanencia dependían de su capacidad para incorporarse al corpus de la literatura hispanoamericana. Nos equivocamos. Su consolidación compete sólo a esa búsqueda. En lo personal, para mí la novela más grande que ha creado el Norte es Efecto Tequila, de Élmer Mendoza.

 La novela de Sada no sólo nos habla de recuperar una geografía, o de darle la espalda al modelo bolañiano-realista mágico: evidencia la crisis por la que atraviesan nuestras letras. Y por catastrófico que suene este bache, también es estimulante. Y me pregunto: ¿cómo va a superar esto la literatura mexicana? ¿Saldrá de sus problemas o va a desaparecer? ¿Conseguirán las siguientes generaciones rescatarla? ¿Necesita que lo hagamos?

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L u v i n a   /   p r i m a v e r a   /   2 0 1 2,   http://www.luvina.com.mx/

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Carlos Velázquez (Torreón, 1978). Es autor de La Biblia Vaquera y el libro de cuentos La marrana negra de la literatura rosa, publicado en 2010 por la editorial Sexto Piso.

 

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         Margaret Atwood

Nuestro gato fue llamado al cielo. Nunca le gustaron las alturas, por lo que intentó hundir sus garras en cualquier serpiente invisible, mano gigante, o águila que lo estaba elevando de esa manera, pero no tuvo suerte.

Cuando llegó al cielo, era un campo vasto.

Había varias cosas pequeñas y rosas desperdigadas que al principio pensó eran ratones. Luego vio a Dios sentado en un árbol. Los ángeles volaban por aquí y por allá agitando sus alas blancas, hacían sonidos de cisnes. Cada tanto, Dios extendía su gran zarpa peluda y arrebataba uno al aire y lo aplastaba. El suelo bajo el árbol estaba cubierto de las de ángel mordisqueadas.

Nuestro gato se acercó cortésmente al árbol.
Miau, dijo nuestro gato.
Miau, dijo Dios. En realidad era más como un gruñido.
Siempre pensé que eras un gato, dijo nuestro gato, pero no estaba seguro.
En el cielo todas las cosas son reveladas, dijo Dios. Esta es la forma en que elijo aparecer ante ti.
Me alegro que no seas un perro, dijo nuestro gato. ¿Crees que podría recuperar mis testículos?
Claro dijo Dios. Están detrás de aquel arbusto.

Nuestro gato sabía que sus testículos debían estar en algún lado. Un día había despertado de un sueño bastante malo y no estaban. Los buscó por todas partes –debajo de los sofás, bajo las camas, en los clósets- ¡y todo el tiempo estaban aquí, en el cielo! Fue al arbusto y, por supuesto, estaban allí. Se reinsertaron de inmediato.

Nuestro gato estaba muy complacido. Gracias, le dijo a Dios.
Dios estaba mirando sus elegantes y largos bigotes. De rien, dijo Dios.
Sería posible que yo te ayudara a atrapar a algunos de esos ángeles?, dijo nuestro gato.
Nunca te gustaron las alturas, dijo Dios, estirándose a lo largo de la rama en la luz del sol. Olvidé decir que había luz de sol.
Es verdad, dijo nuestro gato, nunca me gustaron. Había algunos episodios desconcertantes que prefería olvidar. Bueno, ¿qué tal algunos de esos ratones?
No son ratones, dijo Dios. Pero atrapa todos los que quieras. No los mates de inmediato. Hazlos sufrir.
¿Te refieres a jugar con ellos? Dijo nuestro gato. Solía meterme en líos por ello.
Es una cuestión de semántica, dijo Dios. Aquí no te vas a meter en líos por eso.

Nuestro gato prefirió olvidar ese comentario, pues desconocía lo que era semántica. No quería parecer un tonto. Si no son ratones, ¿qué son?, dijo. Ya se había abalanzado sobre uno. Lo retuvo bajo sus patas. Aquello pateaba y emitía grititos.

Son las almas de los seres humanos que han sido malos en la Tierra, dijo Dios entrecerrando sus ojos amarillo verdosos. Si no te importa, es hora de mi siesta.

¿Qué hacen en el cielo entonces?, dijo nuestro gato.
Nuestro cielo es un infierno, dijo Dios. Quiero un universo balanceado.

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Margaret Atwood (18 noviembre 1939, Ottawa, Canada). Poetisa, novelista, crítica literaria, ha publicado más de 40 libros. Activista política es miembro de Amnistía Internacional, candidata al premio Nobel de literatura, recibió el premio Príncipe de Asturias 2008.

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Laberinto, suplemento cultural de Milenio, 17 marzo 2012.

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La voz en tierras bajas
Herta Müller

Premio Nobel de Literatura de 2009

Me definiría como rumano-alemana, pues es así como se denominaba a la minoría alemana establecida en Rumania. En realidad, eran muchas las minorías presentes en aquel país; además de alemanes, había húngaro-rumanos, serbio-rumanos… En todo caso, hace trece años que vivo en Alemania y, en la actualidad, me siento una autora alemana.

En Rumania pasé una parte decisiva de mi biografía; allí se encuentran las experiencias y los recuerdos de mi vida cotidiana desde los dos hasta los treinta y dos años. Hasta esa edad, para mí, aquel mundo cerrado era algo natural pues no había estado en ningún otro lugar, dado que no me permitían viajar. No se trata de que me sintiera a gusto en ese mundo ni de que estuviera dispuesta a acostumbrarme a él o a aceptarlo sino que era la realidad que había. Nací en los años cincuenta, en la época del estalinismo profundo y, tras un breve período más relajado, en torno al año 68, todo desembocó de nuevo en el postestalinismo y en el tardosocialismo à la Ceaucescu. Para mí resultaba tan normal vivir en medio de los signos de la dictadura como para otros hacerlo en una sociedad libre; de ahí que me haya marchado de aquella tierra y que, en su momento, decidiese afrontar estas cuestiones y no las haya dejado hasta ahora. Siendo escritora, no me hubiera resultado normal otra cosa que escribir sobre esta problemática.

En la actualidad, la minoría en la que yo nací prácticamente ha desaparecido y la infraestructura que tuvo en otra época ya no existe. En realidad, es una historia bastante triste, son muy pocas las personas de esa minoría que siguen en Rumania: mucha gente mayor que está sola, pues los jóvenes se han marchado al oeste. Hay aldeas en las que, por ejemplo, permanecen tres o cuatro habitantes y, cuando uno muere, quedan dos o tres para llevar su ataúd y, cuando sólo queda uno, ya no hay nadie más. Es decir, sólo restan situaciones fantasmales. La gente de esta minoría, tras la caída de Ceaucescu, se ha marchado masivamente de Rumania. De hecho, esta emigración se viene dando ya desde los años sesenta. Desde hacía tiempo, existía entre Rumania y Alemania un acuerdo de «reunificación de familias», mediante el que se permitía que vinieran a Alemania unas diez mil personas al año. Así es como empezó este fenómeno.

Cuando las relaciones familiares se hallan desgastadas, aquéllos que están ya en Alemania arrastran a los otros tras de sí. En mi opinión, «reunificación de familias» es una expresión bonita pero, naturalmente, la mayor parte de la gente se va huyendo de las condiciones en las que vive y de la dictadura; no es que, de repente, a uno le entren ganas de ir a vivir donde un tío suyo. Un pueblo entero no se va a otro país si las circunstancias vitales no lo hacen necesario; tampoco si la gente está bien en su entorno y se siente así a diario. Éstas no son más que consecuencias de la dictadura; en realidad, lo mismo ha ocurrido con los cientos de miles de rumanos que se marcharon al exilio y hoy se hallan diseminados por Italia, Francia, Estados Unidos o Alemania.

En casa, el alemán que yo hablaba era un dialecto con muchas diferencias con la lengua escrita. En el campo, en la aldea, se despreciaba bastante la lengua estándar, a la que se tachaba de «lengua de señores», es decir, de las clases altas y las ciudades. En la escuela, durante los primeros años de mi educación, tuve que aprender un vocabulario totalmente nuevo, el del alemán estándar. Luego llegué a la ciudad, con quince años, y allí la lengua era el rumano, que yo hablaba muy mal, puesto que había estudiado en una escuela alemana y en nuestra aldea apenas había rumanos. De hecho, sólo había dos: el policía y el médico. Una vez en la ciudad, tuve que aprender rumano en la vida cotidiana y por la calle, muy deprisa.

El alemán era, en realidad, una lengua privada porque se hablaba con los amigos, con los conocidos y en familia, mientras que el rumano era la del país. Ahora bien, este asunto ha de ser considerado también en su contexto: las dictaduras abusan de las lenguas, no hay ninguna que no las estropee y las ridiculice ideológicamente. Esto pasaba tanto con respecto al rumano, lengua oficial de la ideología, como en los ámbitos donde el alemán se usó y se tradujo ideológicamente: en los periódicos, en el teatro, en la radio… Y es que coexistían, a su vez, dos lenguas diferentes. La primera de ellas servía para leer libros, para la literatura, y para conservar el sentimiento por la lengua real y saber reconocer la segunda, la ideológica como tal, y evitar así manejar de forma inconsciente la lengua manipulada ideológicamente.

En mi caso, tengo una relación muy fuerte con el rumano. Lo aprendí tan tarde que para mí quedó siempre como una lengua extranjera. Puede que la hable perfectamente, pero sigo manteniendo una permanente distancia respecto de las metáforas, de los giros, de las expresiones coloquiales y de las imágenes como quizás no se tiene con la lengua materna, que se habla de un modo más automático y muchas cosas se dan por evidentes. Todo es distinto cuando a una lengua se llega más tarde, de una vez, a través de la lectura, de los libros… Yo tuve la suerte de estar entre dos lenguas y creo haber sacado provecho de ambas. No me cabe duda de que es mucho lo que he sacado del rumano. Por ejemplo, el título de mi obra El hombre es un gran faisán en el mundo procede de una expresión coloquial rumana que yo he traducido palabra por palabra precisamente porque en alemán no existe ni tiene significado alguno. En alemán, el faisán es una representación simbólica del fanfarrón, del engreído, mientras que, en rumano, cuando se aplica metafóricamente a una persona, un faisán es un perdedor. Siempre he encontrado interesante cómo opera cada una de estas lenguas con las metáforas.

El rumano ve el faisán como un pájaro bastante grande que no puede volar y que vive en la tierra, entre los matorrales, donde le alcanzará la bala del cazador; por tanto, el hombre es un faisán cuando ya no tiene más oportunidades. El alemán, en cambio, toma el plumaje y el exterior del pájaro como metáfora. En ese sentido mi alemán es, desde el rumano, un alemán socializado. Cuando uno vive entre dos lenguas, por muy diferentes que éstas sean, hay sentimientos que se dan a la vez en ambas, sin que una y otra puedan separarse. Este fenómeno me parece especialmente frecuente en el marco vital de las minorías lingüísticas.

Desde el principio, escribir fue para mí una necesidad, un intento de encontrar un asidero interior, de oponerme un poco a un estado de cosas externo, aun cuando no fuese mucho lo que mis escritos fueran a afectar al Régimen. Tal vez haya escrito por razones totalmente egoístas, puede que tan sólo por el afán de no claudicar, de no fallarme o perderme a mí misma, y de alcanzar la certeza íntima de que ni mi pensamiento ni mi actitud interna aceptaban esa realidad. Después dejé el país y tuve tiempo suficiente como para volver a esa parte de mi biografía, a esa época que no se me va de la cabeza. Es más, aunque llevo trece años en Alemania rodeada de otras cosas, sigo sintiendo la necesidad de procesar aquella experiencia.

Lo cierto es que considero muy importante escribir sobre el fenómeno de la dictadura; creo que en realidad no me dedico a Rumania, a un lugar geográfico, sino a un fenómeno, el de la dictadura, y a cómo se comporta un régimen represivo con respecto al individuo. Así, en mis obras exploro desde la diversidad de crímenes por convicción hasta las diferentes formas de oportunismo; trato de reflejar también a aquéllos que viven en silencio, en soledad, y a los que muestran su rechazo; manejo una amplia paleta de distintos personajes, estructuras y tipos personales, y hablo de cómo se comportan entre sí y qué pasa con esas personas aisladas a diario. Hasta el día de hoy no he conseguido desprenderme de ese tema.

En la actualidad, suele hablarse de una «quinta literatura alemana»: por un lado tenemos la literatura de la Alemania occidental, por otro la de Alemania oriental, la de Austria y la de Suiza, que son acotamientos geográficos. Para definirnos a nosotros, los escritores surgidos en países en los que los germanoparlantes son minoría, se utiliza este término de «quinta literatura alemana». En todo caso, como he dicho, procedo de una minoría alemana que ya no existe y, de hecho, casi todos los amigos literatos de mi época en Rumania están, en estos momentos, en Alemania.

Lo cierto es que, en proporción, hay bastantes autores germanoparlantes procedentes de esta región y al menos una docena de ellos han conseguido cierta fama en Alemania. Der geköpfte Hahn [El gallo decapitado] de Eginald Schlattner, por ejemplo, trata de Siebenbürgen, otra región de Rumania donde se hallaba establecida una minoría alemana dividida, a su vez, en dos minorías: una evangélica y otra católica. Yo misma procedo de esa parte católica. La minoría alemana católica lleva setecientos años en Siebenbürgen, mientras que la evangélica se encuentra allí desde hace trescientos. Una y otra se asentaron, por tanto, de forma diferente y hubieron de sufrir rigores históricos completamente distintos, en la medida en que estas minorías no tienen nada que ver entre sí. Antaño hubo entre ambas grandes rivalidades, que surgen siempre de las mentes estrechas.

En mi generación, en cambio, habría resultado ridículo. De todas formas, la región de la que yo procedo, el Banato, es agraria y su población es ante todo campesina, mientras que Siebenbürgen está formada por montañas y mesetas y entre sus gentes abundan los artesanos e intelectuales. De ese modo, unos tenían la fama de ser unos zánganos que no habían trabajado nunca y los otros de ser tontos. Las diferencias entre ellos han sido cada vez más ásperas y en todo momento han abundado los reproches mutuos. En todo caso, la problemática que plantea el autor de Der geköpfte Hahn se corresponde casi con la generación anterior a la mía, por lo que no sé si tenemos algo en común. Él vivió el nacionalsocialismo en su juventud. Creo que estuvo en el ejército pero luego vinieron los años cincuenta, en los que hubo enredos y cárcel y repartos de culpa; todo aquello tuvo lugar casi veinte años antes de que yo naciera.

Volviendo a lo que señalaba, he de decir que no considero que definiciones como la de «quinta literatura alemana» sean demasiado importantes porque, para mí, la literatura no pretende trasladar un mensaje geográfico sino llegar al meollo de nuestra existencia, a la individualidad. Afortunadamente, nunca he considerado que deba definirme a mí misma o encuadrarme en ningún lugar.

Creo que las opiniones que suscitó la publicación de mi primera obra, En tierras bajas, se dividieron en dos posiciones. La primera fue de un odio fuerte, con campañas de difamación orquestadas por un público no literario, perteneciente a las asociaciones territoriales de mi propia minoría, las famosas asociaciones de desplazados de Alemania, que se movilizaron contra mí en la prensa. Según ellos, yo había cuestionado su mundo sagrado, su concepto de patria, su idea de germanidad.

En cambio, la crítica literaria reaccionó ante este primer libro de un modo positivo. Aunque más adelante las opiniones iban a estar más divididas, en este caso concreto se tuvo la impresión de haber descubierto una nueva provincia, una región donde se creaba una literatura alemana de la que aún no se tenía noticia. Naturalmente, se conocía a Paul Celan, al que admiro, pero lo cierto es que Celan no pertenecía a esta minoría, sino a otra: la de los judíos de la Bucovina. En cambio, yo procedo de un lugar que durante el nacionalsocialismo tomó parte en el exterminio de los judíos. Mi padre estuvo en las SS y esto es algo que tengo que decir. Cuando he leído a Celan, desde el principio, también he tenido presente que yo nací en la parte que quería su muerte, y no puedo cambiar eso: nací en 1953.

Sin embargo, siempre he dado vueltas a que si mi padre hubiera recibido la orden, habría tomado parte en el exterminio de Celan o en el de sus padres. Considero que he de decir esto una y otra vez porque hacerlo es honesto y porque creo que además es conveniente. A Celan jamás pude leerlo sólo como el creador de una literatura brillante. Su tema fundamental es el Holocausto y, en cierto modo, en su poesía o en sus breves textos en prosa, una y otra vez, me he visto abocada a leer de forma paralela la biografía de mi padre. Y me ha horrorizado.

Cuando marché a la ciudad desde mi aldea, pequeña y encerrada en sí misma, empecé a leer, entre otras cosas, también sobre el nacionalsocialismo, tal vez a causa de esa biografía de mi padre y de la gente de su generación, y ya no pude encontrar nunca más un camino de retorno. Eso es lo que pasa: uno sale de un mundo rural de aldeas y ya no vuelve tal y como había salido. Algo parecido ocurre con el exilio, aunque a diferente escala.

Desde mi marcha de Rumania en el año 1987 hasta la caída de Ceaucescu, a finales de 1989, estuve fuera del país. Después, volví de visita al menos seis o siete veces, por cortos períodos de tiempo, pero desde hace seis años no he regresado. Las últimas veces, cuando llegaba a la ciudad, experimentaba de nuevo, una y otra vez, las vejaciones de los servicios secretos. Habían cambiado de nombre pero seguían con el mismo personal, tal y como suele ocurrir a menudo tras las dictaduras. En todo caso, ya no tenía miedo. No sabía si esta gente tenía instrucciones, si había una misión oficial o si quizás ejecutaban una bonita tarea por su cuenta y riesgo, que les llevaba, por razones netamente privadas, a querer decirme: «todavía existimos». Muchos amigos que están en el país me han asegurado a su vez que esos servicios secretos estaban de nuevo en casi todos los ámbitos de la sociedad. Desaparecieron por un tiempo, quizá tres meses, y aunque oficialmente estaban disueltos, después los han reintroducido. Ésa fue la razón para que yo entonces dijera: «¡es suficiente!», «¡no puedo más!».

Naturalmente, mi marcha no es definitiva. Muy a menudo, tengo nostalgia de aquella tierra; echo de menos el verano, echo de menos a los amigos, echo de menos el paisaje… No en vano, he pasado allí la mitad de mi vida. Además, ¿por qué no voy a tener nostalgia? No es malo. Ahora parece que la situación política está cambiando algo, aunque tengo muchas dudas al respecto.

A Alemania me he dedicado –incluso diría que con bastante frecuencia– en textos ensayísticos. Hasta ahora sólo tengo una obra literaria, mi Reisende auf einem Bein [Viajero con una sola pierna], en la que se describe la llegada a Alemania de una mujer desde un país cuyo nombre nunca se cita. En ella, se relata la extrañeza que le asalta de repente a una persona de treinta años que se siente ajena a casi todo lo que se encuentra en el país al que acaba de arribar. No es capaz ni siquiera de manejar un distribuidor de tickets ni entiende la lengua de los funcionarios o la lengua oficial del país; tampoco la publicidad ni los grandes carteles, ni los colores.

En mi caso, estos colores me provocaron dolor de ojos durante meses, porque sólo estaba acostumbrada a los matices del gris. No obstante, cuando todo es nuevo, uno lo tolera todo. Yo no podía pasar al lado de una publicidad sin leer lo que ponía en ella y pensar: «¿Qué quieren ahora?» «¿Cómo piensan eso?» Luego no compraba, es decir, el efecto final no se conseguía, pero en ocasiones estaba esperando al metro y se me iba porque me quedaba pegada al anuncio. Detalles como éstos son los que aparecen en el libro, donde hay una persona que se halla frente a cosas que le son desconocidas, casi siempre banales, como los fotomatones, por ejemplo. La protagonista, Irene, pensaba que dentro del fotomatón había un hombre, por lo que estas historias tienen, en cierto modo, algo de infantil. Pero el recién llegado se encuentra en situaciones así durante mucho tiempo, hasta que poco a poco se va adaptando. La disparidad tecnológica es tan inmensa entre un país totalmente pobre, agrario y en ruinas, y un país europeo occidental, que, pese a los matices, tales situaciones han sido de lo más comunes y además nos han pasado a todos. Cosas como éstas son las que traté de describir en mi obra.

En realidad, ése fue mi primer libro en Alemania y la verdad es que tenía la idea de ir cada vez más hacia el interior de esta sociedad en la que ahora estaba. No obstante, no iba a ser así. En el libro siguiente, de nuevo volví al tema de la dictadura. Sentía que aún no había dicho mi última palabra sobre el asunto, ¡tengo en mi cabeza aún tantas cuestiones sin resolver! No se trata ya de que pueda de hecho resolverlas sino de que puedo experimentarlas a través de la literatura.

En cierto modo, se trata también de una forma de misión interior. Algunos de mis amigos están muertos, fueron asesinados. A veces tengo la impresión de que tengo mi parte de culpa en ello y no puedo dejar de lado mis sensaciones. Tampoco puedo cambiarme a mí misma, encerrarme en una torre de cristal y decir: «ahora soy alemana y todo lo demás ya no tiene que ver conmigo». Eso no funciona: cuanto más pasa el tiempo, más consciente soy de que, por desgracia, aún me queda mucho por decir sobre este tema.

En Rumania, después de la caída de Ceaucescu, había mucho que hacer, mucho por recuperar. Los clásicos más conocidos como Ionesco o Cioran eran autores que durante décadas habían estado prohibidos, no existía ninguna obra suya en el mercado y tampoco se había escrito ningún libro de análisis político-social como los que evidentemente sí se publicaban en Europa occidental –por ejemplo, sobre la cuestión de las dictaduras– y que lentamente hemos podido ir viendo impresos.

Durante muchísimo tiempo simplemente no se editaba nada; muchos autores no tenían ninguna posibilidad de publicar y se solía aducir que era por falta de papel. Se trataba de la típica excusa para avalar las prohibiciones y me llama mucho la atención que estén volviendo a surgir ahora en Rusia, y que también se vuelva a dar el mismo argumento. Hay que tener en cuenta, a su vez, que muchos de estos autores, después de la caída de Ceaucescu, vieron publicadas obras suyas, pero se trataba –digamos– de una publicación a medias porque la censura las había esquilmado muchísimo y, por tanto, apenas se parecían al manuscrito original.

En esta nueva etapa han surgido muchas publicaciones, revistas, periódicos, editoriales… Ahora bien, en Europa oriental, lo mismo que en Europa occidental, buena parte de las editoriales desaparecen por problemas financieros. En estos momentos, hay una serie de editoriales bastante importantes que están intentando publicar libros que han quedado olvidados. Otras se dedican a publicar poesía y supongo que sobrevivirán. En todo caso, en general, la situación de los autores no es buena. Las editoriales no se pueden comparar con las de Europa occidental en lo que se refiere al trato a los autores. Normalmente, éstos no tienen un contrato en la mano y no reciben demasiado dinero por muchos libros que vendan.

En lo que respecta a mis preferencias literarias, tengo en gran consideración a autores como Aleksandar Tima, Imre Kértesz o Jorge Semprún. A éste último lo admiro enormemente, en particular por su integridad como persona; me interesó mucho su biografía, tan llena de escollos, que me llevó a leer todos sus libros, que considero fascinantes tanto desde el punto de vista literario como documental.

Es cierto que los datos biográficos de Semprún y de Kértesz, ambos supervivientes de los campos de concentración, resultan comunes pese a sus diferencias: Semprún era comunista, de los auténticos, y fue sacudido fríamente en su propio partido mediante los métodos estalinistas. Algo de eso puede leerse también en los libros de Kértesz, cuando sobrevive a Buchenwald y vuelve a Hungría durante el estalinismo. Era una persona completamente destrozada que, de nuevo, había caído en un tiempo peligroso, donde otra vez podía ocurrir que la gente fuera arrestada y desapareciera, y en un lugar en el que se practicaban los métodos más represivos.

Ambos autores han analizado estos dos sistemas en sus libros. Kértesz pone el acento, por ejemplo, en una circunstancia espantosa: muchos de los supervivientes se suicidaron años después, como Primo Levi o Celan, ya que con el tiempo no pudieron soportar lo vivido. Kértesz afirma: «Mi suerte fue que caí en otro sistema represivo y que, de nuevo, tuve que protegerme y no tenía tiempo para darle vueltas a lo que había pasado en la etapa anterior. De algún modo, me convertí en alguien distinto». Esta constatación me resultaba estremecedora pero, a su vez, sumamente cercana. Me gustan, por supuesto, otros autores que no pueden asociarse de un modo tan directo con esta problemática, pero siempre me siento conmovida por esta gente que ha de respirar bajo el riesgo constante de perder su propia vida.

Los libros tienen esa tarea tan importante de abrirnos los ojos y, en este sentido, quiero mencionar que a mí me han abierto los ojos muchísimos libros en la Rumania de aquel entonces, la de la dictadura. Quiero mencionar expresamente, por ejemplo, a García Márquez con El otoño del patriarca o Cien años de soledad, que daban justo en la diana de la existencia aunque no estuvieran escritos para el contexto en el que yo estaba viviendo.

En los libros, como en otros ámbitos, también se busca un asidero que nos de seguridad. Uno quiere entender cómo ocurren estas cosas, por qué ocurren y cómo aguantar sin traicionarse a uno mismo. Ésa ha sido siempre la gran cuestión para la que la literatura de Semprún o la de Kértesz (podría también nombrar a Arthur Goldschmidt o a Primo Levi) tampoco ha encontrado una respuesta. No se puede responder. Sin embargo, esa literatura me resultaba tan clara y tan veraz que sus autores se convirtieron para mí en referentes ejemplares. Aunque suene infantil, mi pasión por ellos iba tan lejos que pensaba: «Siempre habré de vivir de forma que sea digna de estos libros».

© Herta Müller, 2000

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Enrique Vila-Matas

Como a Molloy, a Beckett siempre le vemos alejarse, dominado por una inquietud que no es necesariamente suya, pero de la cual participa en cierto modo. Quién sabe, quizás es su propia inquietud la que le invade. Pero, ¿cuál es su verdadera identidad? ¿Y desde dónde escribe? Le gustaban las investigaciones de este tipo; Beckett es esencialmente detectivesco. Y, en todo caso, ¿qué hacía yo allí? Bueno, precisamente es esto lo que trataremos de averiguar (Molloy).

Le gustaban las palabras.
Es más, le producían alegría, lo que está dicho bien pronto. ¡Al sombrío Beckett le alegraban las palabras! Cuenta Cioran que un día se lo encontró por la calle y en vista de su mutismo se lanzó a contarle cosas personales y le dijo que había perdido el gusto del trabajo y que escribir se había convertido en un suplicio. Beckett le miró muy alarmado. Y le dijo -musitó más bien algo sobre las palabras y la alegría. Años después, Cioran lo seguía recordando muy bien: le había hablado de alegría.

En realidad algo no tan extraño, porque las palabras fueron siempre su única compañía y soporte.
Quienes le conocieron aseguran que se sentía sólido en medio de ellas.
Precisamente sus pasajeros accesos de desaliento debían coincidir con los momentos en que dejaba de creer en las palabras, con los momentos en que se imaginaba que le traicionaban, que huían de él. Quienes llegaron a conocerle bien cuentan que, si en algún momento sentía que se ausentaban las palabras, Beckett quedaba literalmente despojado, y desaparecía. Hay una multitud de momentos en su obra en que habla de las palabras y las examina. En El innombrable, por ejemplo, las llama gotas de silencio a través del silencio, y es una manera de decir que para él lo son todo.

Lo tenue y el vacío. ¿También se van?, leemos en Rumbo a peor. El temor a que las palabras se fueran de verdad me dominaba cuando en 1971 compré por primera vez libros suyos: El innombrable, Textos para nada, Residua. Libros conservados hoy todavía, con orgullo, en mi biblioteca. Volví ayer sobre Textos para nada y, releyendo con capacidad distinta a la de entonces aquellos fragmentos que fueron para mí completamente iniciáticos, recordé el deslumbramiento de antaño, cuando las palabras beckettianas me comunicaron con
el aire innombrable de una tristeza feliz: Suerte que ha fracasado, que nada ha empezado, nunca hubo nada más que nunca y nada, es una verdadera suerte, nada nunca, más que palabras muertas.

He reencontrado en aquellas palabras finales de Textos para nada la certeza de que, por paradójico que parezca, de la experiencia de lo no nombrable salimos siempre reforzados y habiendo convertido las palabras, símbolos de nuestra propia fragilidad, en raíces indestructibles. Estamos en pleno centro de uno de los motivos recurrentes de toda la obra: el fracaso que trae consigo el lenguaje mismo y la necesidad, sin embargo, de seguir diciendo, de decir, pese a todo. Cuestión abordada, con decisiva profundidad de última
hora, en el ya muy famoso párrafo de la escuálida y tardía Rumbo a peor, la obra maestra de su última etapa: Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar.
Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.

 

¿De dónde procede esa tenaz lucha por continuar? No puedo seguir, seguiré (El innombrable).
Como escribiera Marcelo Cohen, los personajes de las obras de Beckett quieren actuar mientras exaltan el estancamiento, y uno, viéndoles sufrir pérdidas, no puede evitar reírse con las palabras cuando éstas chocan entre sí, se demuelen, se anulan y pugnan en vano por menoscabar su música fabulosa, y en las contradicciones que prolongan se trasluce la verdad del tiempo. Es el mismo movimiento humorístico y paradójico que explica su biografía: el huraño Beckett tuvo docenas de amigos que lo adoraban. En nota humorística, Martin Amis dijo que si alguien quisiera escribir una página al estilo beckettiano le bastaría con decir únicamente: «Nada más jamás. No, jamás, nunca».

Hablaba Beckett de negarse a continuar y sin embargo continuaba, hablaba de dejar de escribir y seguía escribiendo, atrapado por la fascinación inútil de las palabras básicas.
Se ha dicho, aunque me parece demasiado simple, que todo procede de las últimas palabras que Beckett oyó de su padre: ¡Lucha, lucha, lucha!. Pero algo hay sin duda de esa herencia de lucha en Molloy, que para mí es su mejor libro.

Fue una revelación cuando lo leí y ahora que he procedido a su relectura, me he quedado impresionado y emocionado ante la lucidez de su arte y he vuelto a pensar en la esclavitud de la ficción y en esa tediosa necesidad que tienen las novelas detener que hablar siempre de «un asunto» cuando en realidad el arte auténtico no es algo que trate acerca de algo que esté por ahí, de una experiencia propia, por ejemplo, o de la vida de nuestros vecinos y todo eso.
Más bien el arte de verdad es precisamente ese algo, y no un algo sobre ese algo.

Es lo que vino a decir el propio Beckett cuando habló de Finnegans Wake: Este libro no es arte sobre algo, es el arte en sí. Releyendo Molloy, he comprendido mejor a qué se dedicaba Beckett en su mundo del No y del Nunca Nada Más Jamás. Y he detectado al investigador privado que hay en él, un detective de raza. Hay que dejar ya a un lado las interpretaciones
vanguardistas de su obra y comprender que, como dice Banville, sus libros son libros muy conmovedores, todos tienen una suerte de vuelta de tuerca detectivesca en el clímax, y no es descabellado pensar que tienen mucho del género detectivesco.

Después de todo, Beckett se relajaba leyendo novelas de serie negra, policíacas francesas muy especialmente. Si lo leemos así, eliminamos la parte más incómoda suya: eso de
que todo va mal, rumbo a peor. Porque no siempre es así, a veces el entusiasmo se cruza en nuestras vidas. Oigamos al viejo investigador Beckett. De modo que Gaber se había ido sin beberse la cerveza. Y con las ganas que tenía. Me quedé al acecho de la llegada de Jacques. Vendría por la derecha si volvía de la iglesia y por la izquierda si volvía del matadero (Molloy). ¿Y cómo no acordarse ahora del final de esa misma novela? Entonces entré en casa y escribí: Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía. Es maravilloso. En su final el libro se colapsa y cae toda su construcción como un castillo de naipes y de pronto las palabras parecen bailar de alegría bajo una triste luz de plomo. Hemos entrado en el campo del misterio y el detective Beckett avanza. Pero no hemos entrado. No hemos salido. Desde donde nunca una vez dentro. Y no es verdad que no llueva.

El País, Babelia  03/01/09

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De pocos autores puede decirse que hayan dado origen a un nuevo género literario, pero a Edgar Allan Poe se le atribuye a justo título la paternidad de dos: el cuento fantástico moderno y la narración detectivesca. Dejemos en esta ocasión a un lado a Dupin y su progenie de sabuesos.

Poe introduce en literatura el virus hasta hoy felizmente incurable de una nueva forma de lo macabro y lo espeluznante, elementos ancestrales de los relatos desde que los primeros humanos se sentaron a escucharlos en torno al fuego recién inventado, mientras en la negrura circundante acechaban los tigres de dientes de sable y barritaban los mamuts.

Sin duda el autor norteamericano toma algunos ingredientes para su pócima -la comicidad grotesca, los personajes caricaturescos y las visiones opiáceas- del inevitable E. T. A. Hoffmann, pero su receta es absolutamente personal. Para empezar, descarta las concesiones a la superstición, a la leyenda milagrosa y a los demonios de sacristía. Su pánico no viene de fuera sino que nace en el interior descreído del hombre moderno. Como bien aclara en el prefacio de sus Cuentos de lo grotesco y arabesco con orgullo de precursor: «Si el terror ha sido el tema de buena parte de mis obras, este terror no proviene de Alemania sino de mi alma».

En sus narraciones lo sobrenatural siempre es la prolongación de lo natural por otros medios: lo que desafía a las leyes de la naturaleza es la subjetividad que las interpreta y quisiera transgredirlas hasta sacudirse su yugo fatal. En la mayor parte de los casos los cuentos están narrados en primera persona para que el lector tenga menos escapatoria cuando llegue lo irremediable.

Sus protagonistas llevan dentro de sí una grieta precursora del inminente desastre, como la fachada de la casa Usher. Por esa grieta penetran -o salen- los espectros encarnados del pavor. Pero no hay en dichos relatos concesiones a la vaguedad ni la incoherencia de corte romántico: son artefactos lógicos, de precisión clínica, en los que cada acontecimiento y cada detalle ambiental se encaminan a producir un efecto único y traumático. Por eso resultan inolvidables y hasta quienes menos aprecian sus recursos truculentos no pueden ya librarse nunca de lo que les sucedió al encontrarse por vez primera con el corazón delator o cuando conocieron al señor Valdemar.

Es difícil comprimir en pocas líneas la nómina de seguidores que tiene Poe, tanto entre los escritores como primordialmente entre los lectores, aunque naturalmente sólo puedo referirme con nombres y apellidos a aquellos. Los primeros estuvieron, por supuesto, en su propio país, como su contemporáneo de origen irlandés Fitz James O’Brien (su impresionante cuento ¿Qué era aquello? prefigura El Horla de Maupassant y las pesadillas de Lovecraft, ambos también discípulos del bostoniano) o Ambrose Bierce, el mejor de todos por su humor macabro y el trato familiar con fantasmas, que sólo igualará M. R. James.

Después Baudelaire lo importa a Europa y así impregna a los mejores de cada país: Villiers de l’Isle-Adam, Gustavo Adolfo Bécquer (algunas de sus Leyendas cuentan entre lo más exquisito del género), Sheridan Le Fanu o el mismísimo Charles Dickens. Quizá el mejor heredero de Poe sea R. L. Stevenson, no sólo en la obra maestra Jeckyll y Hyde sino también en Olalla o Markheim.

Después, Arthur Machen, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y la lista inacabable de los contemporáneos: Borges, que sigue la línea lógica y cosmológica menos frecuentada, Robert E. Howard (Palomos del infierno, La sombra de la bestia), Ray Bradbury, Julio Cortázar, Richard Matheson (¡aquella negra maravilla de tres páginas con que se dio a conocer, Nacido de hombre y mujer!), Robert Bloch, Jean Ray, Stephen King o buenos autores españoles como José María Latorre o Pilar Pedraza… Porque ¿quién de los que ayer o incluso hoy mismo de verdad cuentan no sigue la traza de Poe, es decir, su poe-ética?

Lamentamos que su vida fuese breve, como si supiésemos cuánto debe durar la vida de cada cual para realizarse plenamente. Y le compadecemos porque fue desdichado, atendiendo superficialmente a su neurosis, a su pobreza, a la pérdida temprana de su amada Virginia, a su alcoholismo… Demasiada presunción por parte de nosotros, los felices. ¿Desdichado? Nada sabemos del gozo sombrío de inaugurar esa alameda rigurosa y siniestra por la cual aún transitamos, con la jauría infernal en los talones. Quizá él nos espera, sonriente y verdoso, al otro lado.

Fernando Savater escritor y filósofo, autor de más de 80 libros, nació en 1947 en San Sebastián España, conocido en México por “Ética para Amador”, es uno de los intelectuales de mayor prestigio en nuestro idioma.

Babelia No. 896,  24/01/09

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Escribe Cortázar para comenzar La vuelta al día en ochenta mundos: “A mi tocayo debo el título de estelibro y a Lester Young la libertad de alterarlo sin ofenderla saga planetaria de Phileas Fogg”; una cita entre tantasotras que evidencian la importante identificación delescritor con el mundo del jazz. Esta relación ha sido másque documentada, por lo menos superficialmente, a partirde las citas directas que pueden extraerse de una obraque reincide en ello.

De Johnny Carter a las discadas delClub de la Serpiente; de la reseña del concierto de LouisArmstrong en París al lamento por la muerte de CliffordBrown, el mundo de Cortázar parece sumergido enhumo de cigarro y Jelly Roll como fondo musical(Ossip dixit).Y es que el jazz es una presencia inmanente en Cortázaren muchos niveles. Saúl Yurkievich dijo algunavez que Cortázar escribía como improvisando jazz; podemosir más allá: más que escribir a ritmo de jazz, Cortázar jazzea su escritura.

No encuentro mejor descripciónde su estilo que la que él mismo aplicó al jazz: unamelodía que sirve de guía, una serie de acordes que vandando los puentes, los cambios de la melodía y sobreeso Cortázar construye sus solos de pura improvisación;asume esta libertad como una manera de escribir y deestar en el mundo, de ser el mismo y ser diferente cadavez. Así lo remarca: “Sucede además que por el jazz salgosiempre a lo abierto, me libro del cangrejo de lo idénticopara ganar esponja y simultaneidad porosa”.Así, da a su obra una estructura jazzística del “estilo”en el que la lengua y el lenguaje son proyectados haciaesos efectos de intensidad y de vibración que son característicosen Cortázar.

Él mismo lo ha explicado así:Y entonces, una melodía trivial, cantada tal y como fuecompuesta, con sus tiempos bien marcados, es atrapadade inmediato por el músico de jazz con una modificacióndel ritmo, con la introducción de ese swing que crea unatensión. El músico lo atrapa por el lado del swing, delritmo, de ese ritmo especial. Y mutatis mutandi, eso es loque yo he tratado de hacer en mis cuentos (citado por OmarPrego en su ya clásico Conversaciones con Julio Cortázar).La libertad que este género musical ha conquistadopara Cortázar le permite tomar para su literatura las posibilidadesde improvisación del jazz. Además, lo suyo esel bebop; no es para nada gratuito que sea Charlie Parkerquien encarne en Johnny Carter, ese perseguidor de laotra parte de la realidad que apenas entrevé cuando tocael sax; y toca como Cortázar escribe: en bebop. Y de ahí eldistanciamiento respecto de la melodía tradicional, queprocede según reglas sintácticas bien establecidas paraprobar la vía de una improvisación en sí misma, de modoque absorbiera melodías ya existentes: era esta improvisaciónla que fuera definida por los jazzistas como creaciónespontánea, irrepetible para Cortázar, que la encontrabatentadoramente análoga al surrealismo.

En esto de jazzear la escritura, tal vez ningún escritor sea tan afín a Cortázar como Jack Kerouac, quien al igual que el argentino descarta el planteamiento temático/melódico para centrar el interés de la composición/escritura en los distintos pasajes de las improvisaciones. Incluso podríamos ir más allá: en la literatura de ambos escritores, la estructura estilística se basa en una serie ininterrumpida de variaciones sobre un tema fundamental. Esto sonará conocido para los lectores de Faulkner, acostumbrados ya a seguir a lo largo de páginas y páginas el fluir de una imagen a través de reconstrucciones y conexiones laterales, retrospectivas e hipotéticas. El procedimiento de Faulkner, sin embargo, es más fiel a las pautas del monólogo interior y no se basa tanto en la reconstrucción o en la conexión de estados psíquicos o emocionales, que es fundamental en Cortázar.

Revista de la Universidad de México, nueva época, no.1, marzo de 2004.

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Fernando Pessoa. Lisboa, 1888-1935. Quedó huérfano de padre siendo muy pequeño, se educó en Sudáfrica, donde su padrastro era cónsul de Portugal, y tuvo siempre la conciencia de ser un genio y el temor de volverse loco como le había sucedido a su abuela paterna. Sabía que era plural y aceptó este hecho tanto en la escritura como en la vida, dando voz a muchos poetas distintos, sus heterónimos. En su vida tuvo un único amor, breve e intenso, con Ophélia Queiroz, que era mecanógrafa en una de las empresas en las que trabajó. El “día triunfal” de su vida fue el ocho de marzo de 1914, cuando los poetas que lo habitaban comenzaron a escribir a través de su mano.

Nota

A menudo me ha asaltado el deseo de conocer los sueños de los artistas a los que he admirado. Por desgracia, aquellos de quienes hablo en este libro no nos han dejado las travesías nocturnas de su espíritu. La tentación de remediarlo de algún modo es grande, convocando a la literatura para que supla aquello que se ha perdido. Y, sin embargo, me doy cuenta de que estas narraciones vicarias, que un nostálgico de sueños ignotos ha intentado imaginar, son tan sólo pobres suposiciones, pálidas ilusiones, inútiles prótesis. Que como tales sean leídas, y que las almas de mis personajes, que ahora estarán soñando en la Otra Orilla, sean indulgentes con su pobre sucesor.

Sueño de Fernando Pessoa, poeta y fingidor

La noche del siete de marzo de 1914, Fernando Pessoa, poeta y fingidor, soñó que despertaba. Tomó un café en su pequeña habitación de realquilado, se afeitó y se vistió con un traje elegante. Se puso su impermeable porque fuera estaba lloviendo. Cuando salió, eran las ocho menos veinte y a las ocho en punto se encontraba en la estación central, en el apeadero del tren que se dirigía a Santarém. El tren partió con absoluta puntualidad, a las ocho y cinco. Fernando Pessoa encontró sitio en un compartimiento en el cual estaba sentada, leyendo, una señora que aparentaba unos cincuenta años. La señora era su madre pero no era su madre, y estaba sumida en la lectura. También Fernando Pessoa se puso a leer. Aquel día tenía que leer dos cartas que le habían llegado de Sudáfrica y que le hablaban de una infancia lejana.

Fui como la hierba y no me arrancaron, dijo en cierto momento la señora que aparentaba unos cincuenta años. A Fernando Pessoa le gustó la frase, de modo que la anotó en un cuaderno. Mientras tanto, frente a ellos, pasaba el paisaje llano del Ribatejo, como arrozales y praderas.

Cuando llegaron a Santarém, Fernando Pessoa cogió un simón. ¿Sabe usted dónde se encuentra una solitaria casa encalada?, preguntó al conductor. El conductor era un hombrecillo grueso, con la nariz rosácea a causa del alcohol. Claro, dijo, es la casa del señor Caeiro, la conozco muy bien. Y fustigó al caballo. El caballo empezó a trotar sobre la carretera principal flanqueada por palmeras. En los campos se veían cabañas de paja con algunos negros en la entrada.
Pero ¿dónde estamos?, preguntó Pessoa al conductor, ¿a dónde me lleva?
Estamos en Sudáfrica, respondió el conductor, y estoy llevándolo a casa del señor Caeiro.

Pessoa se sintió más tranquilo y se apoyó en el respaldo del asiento. Ah, conque estaba en Sudáfrica, era justo lo que él quería. Cruzó las piernas con satisfacción y vio sus tobillos desnudos bajo los pantalones de marinero. Comprendió que era un niño y eso lo alegró mucho. Era magnífico ser un niño que viajaba por Sudáfrica. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con delectación. Ofreció uno al conductor, quien lo aceptó ávidamente.

Estaba cayendo el crepúsculo cuando llegaron a la vista de una casa blanca que estaba sobre una colina salpicada de cipreses. Era una típica casa ribatejana, alargada y baja, con un tejado inclinado de color rojo. El simón enfiló el camino de los cipreses, la grava crujió bajo las ruedas, un perro ladró en el campo.
En la puerta de la casa había una viejecita con gafas y una toca blanca. Pessoa comprendió enseguida que se trataba de la tía abuela de Alberto Caeiro, y alzándose sobre las puntas de los pies la besó en las mejillas.
No permita que mi Alberto se canse demasiado, dijo la viejecita, tiene una salud muy delicada.

Se hizo a un lado y Pessoa entró en la casa. Era una habitación amplia, decorada con sencillez. Había una chimenea, una pequeña librería, un aparador lleno de platos, un sofá y dos sillones. Alberto Caeiro estaba sentado en uno de los sillones y tenía la cabeza reclinada hacia atrás. Era el Headmaster Nicholas, su profesor en la High School.
No sabía que Caeiro fuera usted, dijo Fernando Pessoa, y saludó con una ligera inclinación. Alberto Caeiro le indicó con un gesto cansado que entrara. Adelante, querido Pessoa, dijo, he hecho que viniera hasta aquí porque quería que supiera usted la verdad.

Mientras tanto, la tía abuela llegó con una bandeja en la que había té y pastas. Caeiro y Pessoa se sirvieron y cogieron las tazas. Pessoa se acordó de que no debía levantar el meñique, porque no era elegante. Se arregló la esclavina de su traje de marinero y encendió un cigarrillo. Usted es mi maestro, dijo.
Caeiro suspiró y después sonrió. Es una larga historia, dijo, pero es inútil que se la cuente con pelos y señales, usted es inteligente y la comprenderá aunque me salte algunos pasajes. Sepa sólo esto: Yo soy usted.

Explíquese mejor, dijo Pessoa.

Soy la parte más profunda de usted, dijo Caeiro, su parte oscura. Por eso soy su maestro.

Un campanario, en el pueblo cercano, dio las horas.

¿Y qué debo hacer?, preguntó Pessoa.

Debe usted seguir mi voz, dijo Caeiro, me escuchará en la vigilia y en el sueño, a veces lo molestaré, otras veces no querrá oírme. Pero tendrá que escucharme, deberá tener la valentía de escuchar esta voz, si quiere ser un gran poeta.

Lo haré, dijo Pessoa, se lo prometo.

Se levantó y se despidió. El simón estaba esperándolo en la puerta. Ahora se había transformado de nuevo en adulto y le había crecido el bigote. ¿Dónde tengo que llevarlo?, preguntó el conductor. Lléveme hasta el final del sueño, dijo Pessoa, hoy es el día triunfal de mi vida.

Era el ocho de marzo, y por la ventana de Pessoa se filtraba un tímido sol.

.

Los tres últimos días de Fernando Pessoa (un delirio)

28 de noviembre de 1935

¿Qué hora es?, preguntó Pessoa.

Es casi medianoche, respondió Álvaro de Campos, la mejor hora para encontrarse contigo, es la hora de los fantasmas.

¿Por qué has venido?, preguntó Pessoa.

Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar, respondió Álvaro de Campos, yo no sobreviviré a tu muerte, partiré contigo, antes de sumergirnos en la oscuridad tenemos que hablar de algunas cosas.
Pessoa se incorporó sobre las almohadas, bebió un trago de agua y preguntó: ¿Qué estás tramando?

Querido mío, respondió Álvaro de Campos, noto con placer que no me llamas ingeniero ni me tratas de usted, que te diriges a mí con familiaridad.
Claro, respondió Pessoa, tú has entrado en mi vida, me has sustituido a mí, eres tú quien hizo que acabara mi relación con Ophélia.

Lo hice por tu bien, replicó Álvaro de Campos, aquella muchachita emancipada no le convenía a un hombre de tu edad, ese matrimonio habría sido un error.
Y además, mira, todas aquellas cartas de amor que le escribiste eran ridículas, creo que todas las cartas de amor son ridículas, en fin, te protegí del ridículo, espero que me estés agradecido.

Yo la amaba, susurró Pessoa.

Con un amor ridículo, replicó Álvaro de Campos.

Sí, claro, es posible, respondió Pessoa, pero ¿y tú?

¿Yo?, dijo Campos. Yo, bueno, a mí me queda la ironía, he escrito un soneto que nunca te he mostrado, habla de un amor que te incomodará, porque está dedicado a un jovencito, un jovencito al que amé y que me amó en Inglaterra, resumiendo, a partir de ese soneto nacerá la leyenda de tus amores reprimidos, y algunos críticos se frotarán las manos.

¿Has amado de verdad a alguien?, susurró Pessoa.

He amado de verdad a alguien, respondió en voz baja Campos.
Entonces yo te absuelvo, dijo Pessoa, te absuelvo, creía que en tu vida sólo habías amado la teoría.

No, dijo Campos acercándose a la cama, también he amado la vida, y si en mis odas futuristas y furibundas nada me he tomado en serio, si en mis poesías nihilistas todo lo he destruido, hasta a mí mismo, has de saber que en mi vida yo también he amado, con consciente dolor.

Pessoa levantó una mano e hizo una señal esotérica.

Dijo: Te absuelvo, Álvaro, ve con los dioses sempiternos, si has tenido amores, si has tenido un solo amor, estás absuelto, porque eres un ser humano, es tu humanidad la que te absuelve.

¿Puedo fumar?, preguntó Campos.

Pessoa hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Campos sacó del bolsillo una pitillera de plata y cogió un cigarrillo, lo colocó en una larga boquilla de marfil y lo encendió. Sabes, Fernando, dijo, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente, de la época en que hice aquel viaje en transatlántico por los mares de Oriente, ah, entonces habría sido capaz de escribir versos a la luna, y, te lo aseguro, por la noche, en la cubierta, cuando había bailes a bordo, la luna era tan plenamente escenográfica, tan plenamente mía. Pero en aquel tiempo yo era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar de la vida que me había sido concedida, y así perdí la oportunidad, y mi vida se ha disipado.

¿Y después?, preguntó Pessoa.

Después empecé a querer descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y hoy estoy aquí, en cabecera de tu cama, como un trapo inútil, he hecho las maletas para ir a ninguna parte, y mi corazón es un recipiente vacío. Campos fue hacia la mesa y aplastó la colilla en un platito de porcelana.

Bien, querido Fernando, dijo, necesitaba decirte estas cosas ahora que quizás estemos a punto de separarnos, tengo que irme, vendrán también los otros a verte, lo sé, y a ti ya no te queda demasiado tiempo, adiós.

Campos se puso la capa sobre los hombros, se ajustó el monóculo en el ojo derecho, hizo un rápido gesto de despedida con la mano, abrió la puerta, se paró un instante y repitió: Adiós, Fernando. Y después susurró: Tal vez no todas las cartas de amor sean ridículas. Y cerró la puerta.

Álvaro de Campos nació en Tavira, en el Algarbe, el 15 de octubre de 1890. Se licenció en Glasgow en ingeniería naval. Vivió en Lisboa sin ejercer su profesión. Hizo un viaje a Oriente, en transatlántico, al que dedicó la composición Opiario. Fue decadente, futurista, vanguardista, nihilista. En 1928 escribió la poesía más hermosa del siglo, Tabaquería. Conoció un amor homosexual y se introdujo de tal manera en la vida de Pessoa que arruinó su noviazgo con Ophélia. Alto, con el cabello negro y liso y la raya a un lado, impecable y algo snob, con su monóculo, Campos fue el típico representante de cierta vanguardia de la época, burgués y antiburgués, refinado y provocador, impulsivo, neurótico y angustiado. Murió en Lisboa el 30 de noviembre de 1935, día y año de la muerte de Pessoa.)

Antonio Tabucchi (Vecchiano, Pisa 1943), escritor italiano especialista en literatura portuguesa, es el mejor conocedor de la obra de Fernando Pessoa. Sus libros han sido traducidos a 18 idiomas y llevados al cine, entre ellos Sostiene Pereira, actuada por Marcello Mastroianni en 1995.

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Todas las noches Rosita se maquillaba a escondidas. Sus papás se quedaban dormidos después de ver las aburridas noticias de la tele y ella corría al baño para pintarse como una actriz de cine.

Cuco y Fito eran excelentes devoradores de golosinas. Siempre tenían un caramelo en la boca. Como todos los niños de la colonia, estaban enamorados de Rosita. Cada vez que la veían, se atragantaban de la emoción y tenían que correr a la tienda de don Silvestre a tomar refrescos de emergencia.

Pero había alguien que odiaba a Rosita con toda su alma: la gorda Tencha. En opinión de Tencha, Rosita era una presumida que se creía la divina garza.

-No sé cómo les puede gustar Rosita. Yo, en cambio, soy un pimpollo de hermosura -decía la gorda Tencha.

La verdad es que Cuco y Fito soportaban a la gorda sólo porque era buenísima en fútbol. Pegaba unos cañonazos formidables. Gracias a su potencia, el equipo de Cuco y Fito era el mejor de la colonia.

Casi todas las tardes, jugaban fútbol en un lote baldío. En una ocasión Rosita fue a ver el partido. Fito estaba de portero. Al descubrir a Rosita se quedó como estatua y no se fijó en la pelota que iba directamente a su cabeza. Se desmayó con el pelotazo.

-Fue por mi culpa -dijo Rosita. Ignorando la cara de fuchi que le hacía la gorda, corrió hacia Fito y le acarició el pelo hasta que despertó.

Cuando Fito abrió los ojos vio todo borroso, como si estuviera en el fondo del mar, pero poco a poco fue distinguiendo la cara de Rosita. Esta vez no se atragantó, porque no tenía ningún dulce en la boca, pero sintió un extraño cosquilleo en la nariz, como si tomara un refresco con mucho gas.

-No soporto las escenas románticas -dijo la gorda Tencha, y se fue del lote baldío, llevándose su balón de cuero.

Esa noche, la gorda vio un programa de televisión que le dio una idea terrible: desaparecer a Rosita, borrarla del mapa como si fuera un dibujo en un cuaderno. Resulta que en el programa se presentaba un nuevo invento: el lápiz labial que hacía invisible a la gente. Como muchos otros inventos raros, éste sólo se podía comprar en Estados Unidos. La gorda pasó varios días pensando y pensando en la manera de conseguir el lápiz labial. En eso estaba cuando su mamá le anunció que haría un viaje a Estados Unidos.

La mamá de la gorda era conocida en la colonia como la supergorda y su abuela como la recontragorda. Las tres juntas pesaban tanto que no había elevador capaz de levantarlas.

Según Tencha, su familia estaba enferma de algo extraño llamado «obesidad». Eso de la obesidad se volvió tan problemático que un día la supergorda y la recontragorda no se pudieron poner los zapatos porque sus panzas impedían que las manos llegaran a los pies. Fueron a ver al famoso doctor Martínez. El pobre doctor no las pudo pesar en su báscula, que sólo aguantaba 120 kilos, y las mandó al aeropuerto, donde hay básculas especiales para carga pesada.

Después de analizar científicamente su gordura, el doctor Martínez les recomendó un tratamiento en Estados Unidos, país donde hay muchas especialidades para gordos: zapatos tan grandes que las agujetas son largas como espaguetis, cafeterías donde las leches malteadas se sirven en cubetas, camas tan amplias como canchas de tenis y, por supuesto, doctores flacos expertos en gordos.

La gorda Tencha le pidió a su mamá aquel lápiz de labios terrible, fingiendo que se trataba de un cosmético común y corriente.

-Ay, hijita, merengue de mi corazón, no sólo eres hermosa sino también coqueta. Está bien, te lo traeré -le dijo su mamá mientras se daban un gordo abrazo de despedida.

La supergorda y la recontragorda adelgazaron un poco. De 175 y 180 kilos pasaron a 115 y 118, así es que en vez de melones parecían toronjas y ya se podían pesar en la báscula del doctor Martínez.

-Toma tu lápiz, pimpollo del alma –le dijo su mamá a la gorda Tencha.

Esa tarde estuvo tan contenta que rompió su récord de goles. Una nueva sonrisa le cruzaba la cara. El peligroso invento reposaba en su bolsillo, junto a su buñuelo mordisqueado.

Rosita se asomó al lote baldío y le guiñó un ojo a Fito. La gorda se acercó a saludarla y le dijo:

-Reconozco que eres la más hermosa de las dos. Toma, te regalo este lápiz labial.

Como todas las noches, Rosita se maquilló a escondidas. Se puso las pestañas postizas de su mamá frente al espejo del baño y luego se fue a su cuarto, encendió la luz, se tendió en la cama, sacó un espejito de bolsillo, abrió el lápiz que le regaló la gorda y se lo puso con cuidado. Después se mordió los labios como había visto que hacían las actrices en el cine.

En ese momento desapareció. Su pijama y sus pantuflas quedaron sobre la cama y las pestañas postizas encima de la almohada.

Al día siguiente, en la colonia sólo se hablaba de la desaparición de Rosita. Fito no quiso jugar fútbol. Decidió ir a la tienda de don Silvestre.

Don Silvestre era la persona más sabia del barrio. Había sido marinero y contaba historias de sirenas y naufragios. Además conocía todas las golosinas. Tenía un delfín tatuado en el antebrazo. A Fito le gustaba ver el delfín que parecía zambullirse entre las bolsas de celofán para escoger los dulces más sabrosos.

Fito le contó de la desaparición de Rosita.

-¿Así es que sólo las pestañas postizas, la pijama y las pantuflas quedaron sobre el colchón? -preguntó don Silvestre, retorciéndose el bigote-. Es muy probable que se haya vuelto invisible. Tal vez yo pueda ayudarte. Vamos al cuarto de las golosinas secretas.

Don Silvestre abrió una puerta de metal y pasaron a un cuarto repleto de maravillas: cientos de donas esponjaditas, peritas de anís, buñuelos crujientes, paletas de azúcar quemada, malvaviscos gordinflones, nueces garapiñadas, chicharrones con chile piquín, cacahuates confitados, todo, absolutamente todo lo ácido, dulce y picoso del universo.

Pero había algo más.

Don Silvestre abrió una caja de cartón que contenía bolsitas con hojuelas de muchos colores.

-Éstas son las golosinas secretas -dijo con voz de capitán de barco-. Las conseguí en mis viajes. Son los dulces mágicos del mundo entero.

Fito abrió los ojos como si estuviera frente a un platillo volador.

-Para hablar con alguien invisible es preciso ser invisible -explicó don Silvestre y puso unas hojuelas azules en la mano de Fito-. ¡Éstas son las hojuelas de lo invisible! El problema es que sólo podrás buscar a Rosita en tres lugares diferentes. Después, las hojuelas perderán su efecto. Para encontrarla debes seguir una pista.

Casi siempre la gente que se vuelve invisible se va a su sitio favorito. Si descubres en qué pensaba ella antes de desaparecer sabrás a dónde fue a dar.

-¿Y qué hago si la encuentro?

-Para que Rosita vuelva a ser de carne y hueso necesitas esto.

Don Silvestre sacó un lápiz labial que tenía en una caja plateada y siguió explicando:

-En mis viajes conocí todo tipo de países. En los más adelantados hasta las bromas son industriosas, es decir, modernísimas. Hay lápices de labios que desaparecen a quien se los pone. Este es el contralápiz. Pero es importante que sepas usarlo. Si pones el lápiz en otra parte que no sea la boca de Rosita, digamos en su nariz, se convertirá en una niña espantosa y deforme. Para que tú vuelvas a ser visible bastará con que ella te dé un beso.

Fito no entendió muy bien eso de las bromas industriosas, pero se dio cuenta de que el asunto era más complicado de lo que él imaginaba. Por primera vez en sus doce años, las manos le sudaron de nervios.

-Piénsalo bien antes de atreverte. Recuerda que sólo tienes tres oportunidades para encontrarla y que no debes fallar al poner el lápiz sobre sus labios.

-¡Me aviento a todo! -gritó Fito.

-Toma las hojuelas.

Fito masticó esos dulces extraños que sabían a zanahoria con canela. Caminó hacia la calle, esperando volverse invisible de un momento a otro. En cuanto puso un pie en la banqueta vio algo increíble: la cara de don Silvestre se había vuelto verde como un pepino y sus cejas anaranjadas como gajos de mandarina. El cielo era color de rosa y las nubes cafés como malteadas de chocolate. Los perros callejeros eran azules y la calle verde claro, igualita a un campo de fútbol. Los postes de luz eran azules y blancos como pirulís y Fito tuvo ganas de lamerlos. Ya estaba acercando la lengua a un poste cuando sintió un jalón. Era don Silvestre.

-¡Caramba! ¡Me equivoqué! Te di las hojuelas de los colores imposibles. La única manera de disolverlos es tomando catorce refrescos de manzana.

-¡Híjole! -exclamó Fito, que sabía que tantos refrescos eran malísimos para el estómago y los dientes, pero ya estaba dispuesto a todo.

Cuando llegó al refresco número catorce sintió que su panza se inflaba como un balón de fútbol americano. En ese momento dejó de ver las cejas anaranjadas de don Silvestre que tanto le gustaban.

-Espero no equivocarme esta vez, pues tengo hojuelas para caminar al revés, para atravesar paredes, para andar de manos y para que el tiempo pase tan rápido que cumples sesenta años en lo que te tomas un plato de sopa. ¡Estas son, sí, seguro que son éstas! ¡He aquí las hojuelas de lo invisible!

Don Silvestre puso un puñado de hojuelas color grosella en la mano derecha de Fito; en la izquierda, puso el contralápiz.

Mientras masticaba las hojuelas, Fito sintió comezón en los pies y se quitó los zapatos para rascarse. Cuando desapareció estaba en calcetines.

La ropa real de Fito quedó en el piso, pero él podía tocar los botones de su camisa, que se había vuelto una camisa imaginaria.

-¡Don Silvestre, póngame los zapatos! -gritó Fito, pero su amigo ya no podía oírlo. Además, sus zapatos no se habían vuelto invisibles. En caso de que se los pusiera, la gente vería unos sospechosos zapatos que caminaban solos.

Así es que mejor salió de la tienda sintiendo el piso bajo sus calcetines invisibles. Lo único visible era el lápiz con el que debía hacer que Rosita volviera a ser real.

El lápiz labial parecía flotar en la calle. Por fortuna la gente se fija muy poco en las cosas pequeñas. Sólo un despistado vio aquel lápiz que andaba suelto, pero pensó que tal vez se trataba de la famosa mosca africana que según los periódicos estaba a punto de llegar a México.

Fito no quería malgastar sus tres oportunidades de encontrar a Rosita. Era importantísimo descubrir en qué pensaba antes de desaparecer.

-Ya sé: en el cine -dijo Fito, junto a un policía que no oyó nada de nada.

Entró al cine sin pagar. Se encontró a la gorda Tencha en la dulcería y le robó un puñado de palomitas. Las palomitas hacían flop, cuinch, mientras desaparecían en el aire, ante los ojos de vaca asustada de Tencha.

A media película, Fito gritó:

-¡Rositaaaaa!

No hubo respuesta. Aunque la película era buenísima (trataba de marcianos y naves espaciales), Fito decidió salir del cine. No podía perder tiempo.

El segundo lugar que se le ocurrió visitar fue el salón de belleza, pues a Rosita le encantaba maquillarse. El salón estaba lleno de señoras con peinados que parecían pasteles de boda. Las empleadas del salón conocían los lápices de labios muy bien. Ahí no había ningún despistado que pensara en la mosca africana. Al ver el lápiz que flotaba en el aire trataron de atraparlo. Fito corrió tirando frascos. Llamó a Rosita pero tampoco ahí hubo respuesta. Salió del salón antes de que le arrebataran el lápiz. Las empleadas vieron el tubito que desaparecía por la calle y temieron que también salieran volando las pinzas para cejas, los peines y las pelucas.

Fito estaba preocupado. Sólo le quedaba una oportunidad de encontrar a Rosita. ¿Dónde estaría? Se puso a pensar y a pensar, como cuando estaba en la escuela y no era capaz de dibujar un malvado triángulo isósceles.

En eso un perro le empezó a ladrar al lápiz labial que se columpiaba en el aire. Era un pastor alemán y Fito tuvo miedo de que lo mordiera. Corrió rumbo al único sitio donde podía estar solo: el lote baldío. Los pies le dolían de tanto correr en calcetines. Estuvo largo rato viendo el pasto que crecía en desorden y recordó el día en que fue derribado por el balonazo. Pensó en los ojos brillantes de Rosita. Y entonces se le ocurrió que tal vez ella también se acordaba de ese momento. Sí, a lo mejor ella había pensado en el lote baldío antes de desaparecer.

-¡Rositaaaaa! -gritó con todas sus fuerzas.

No hubo respuesta. Fito caminó rumbo a la calle, muy triste por haber fracasado. De pronto oyó una voz detrás de él.

-Aquí estoy, zonzo.

Corrió de regreso. Rosita estaba cerca de la portería.

-Tengo mucho frío -dijo Rosita.

Fito destapó el lápiz labial y recordó lo que le dijo don Silvestre: si no acertaba en los labios, Rosita se volvería tan fea como un orangután. Pero Fito había visto tantas veces a Rosita, que le bastó oír su voz para calcular dónde estaba su cara. Se sentía capaz de acertarle hasta al lunar que ella tenía en la frente.

Con gran seguridad, la mano de Fito dibujó una pequeña boca en el aire.

Rosita reapareció con su piyama de borreguitos, pestañas postizas y perfectamente maquillada.

-Ahora me tienes que dar un beso para que yo aparezca.

Fito tuvo miedo de que Rosita no le quisiera dar un beso, pero ella se paró de puntas con sus pantuflas y le estampó un preciso y sonoro beso en la mejilla.

Fito reapareció con todo y sus calcetines empolvados.

Al día siguiente don Silvestre volvió a guardar el lápiz mágico en el cuarto de las golosinas secretas. La gorda Tencha hizo tal coraje al ver a Rosita que se comió un enorme pay de limón y se indigestó. Cuco felicitó a su amigo, aunque no le creyó eso de que se había vuelto invisible masticando unas hojuelas color grosella.

Don Silvestre preparó jugos riquísimos para Fito y Rosita. Fito nunca había visto nada tan amarillo como esos jugos, ni siquiera cuando tomó las hojuelas de los colores imposibles. Entonces se dio cuenta de que había algo tan poderoso como las golosinas secretas. Bastaba con tomar a Rosita de la mano para que el mundo tuviera otros colores.

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Por J. M. Servín

Muchas de las obras maestras de la literatura han utilizado recursos del periodismo ser escritas. El autor defiende la crónica literaria como una forma de narrar la realidad con la mirada alerta, al igual que un cazador paciente que sólo cuenta con un disparo.

William Faulkner afirmaba que la mejor ficción es mucho más verdad que cualquier tipo de periodismo. Yo diría que a su vez, la mejor ficción debe incluir la Crónica como única posibilidad de que el mejor periodismo pueda ser comparado con la ficción. No es una casualidad que muchas de las novelas canónicas desde el siglo xix hasta nuestros días hayan utilizado en su construcción herramientas formales y de estilo extraídas del periodismo.

Balzac, Dickens, Mark Twain o Jack London, maestros de la ficción naturalista y realista, incursionaron en la crónica y el reportaje, y poco o nada se detuvieron a analizar o a discutir con sus críticos si lo que escribían era fabular o registrar la realidad. Haber fusionado ambas posibilidades los convirtió (sobre todo a través de la crónica) en voceros privilegiados de su época.

Las interminables discusiones para definir los géneros (crónica, reportaje) se han puesto de acuerdo en las afinidades más que en las diferencias. Hay un punto en común que evita las perogrulladas: la Crónica es la literatura de la realidad (y en el mejor de los casos, abundaría yo, de la realidad del cronista), un registro de géneros literarios y disciplinas sociales debidamente fusionadas en una narración que apuesta por la atemporalidad. No hay distancias imposibles ni asunto menor para quienes escriben crónicas.

De hecho se distinguen por su curiosidad casi morbosa, por todo lo que les rodea y por la paciencia de un cazador, que sale en busca de su presa con una sola bala en el rifle.

El cronista es un autodidacta de disciplina espartana que aprende del entorno internándose en sus rincones oscuros.

En los casos que han hecho escuela en una tradición literaria identificable, sobre todo a partir del siglo XIX, se puede apreciar la avidez para adquirir conocimientos útiles para escribir. Zola. Dostoíevski y Chéjov empleaban estos recursos mucho más que los periodistas, y abrieron las posibilidades de mirar al mundo desde la realidad inmediata.

El acto de narrar, sea desde la ficción o el periodismo, conlleva el salto al vacío en pos de las profundidades donde habita la bestia humana. Lo esencial es escribir con eficacia una historia luego de esperar el tiempo que sea necesario para lograrlo. No hay más. El cronista hábil sabrá construirse su espacio y su tiempo para dar con el hallazgo, casi siempre fortuito y alejado del esclavizante calendario del casero y del editor, ambos enemigos acérrimos del flaneur con rifle al hombro.

Cronista escarbalodo

He comprobado que en México hay quienes escriben crónicas sólo para ganarse una lanita extra; avergonzados secretamente por malgastar su «talento» y su tiempo. La mayoría de los editores de periódicos y revistas tienen buena responsabilidad en ello pues consideran que poca gente quiere leer lo que Juan Villero llama «literatura bajo presión», de mayor extensión, calidad y profundidad que el insulso material que se publica habitualmente. Pero también habría que decir que pocos escritores estarían dispuestos a escribir una crónica o reportaje bajo las condiciones actuales del medio editorial, donde se privilegia la imagen, el dato duro y la opinión. Lo otro es que abundan los llamados a sí mismos «escritores», incapaces ya no de escribir un cuento o una novela decorosa, sino una crónica o un reportaje.

A título propio tengo una deuda impagable con la literatura realista y el ya mencionado Nuevo Periodismo estadounidense, corrientes hermanas alimentadas de los testimonios de hombres procedentes de las luchas cotidianas invisibles a la historia oficial, de la experiencia vital de las calles y de la confrontación personal. Es el espíritu que anima este libro.

Salga a la calle, mire lo que ‘pasa y cuéntelo con el menor número de palabras. Esto respondió un editor al atribulado Mark Twain en sus inicios como escritor. Parece increíble pero en las redacciones de los periódicos, revistas y suplementos literarios aún hay quien no acepta que periodismo y literatura son una misma cosa, siempre y cuando se apueste por la calidad de la escritura. Desde que empecé a publicar crónicas me he enfrentado con la actitud voluble de no pocos editores. Por una parte favorecen un periodismo que les saca la chamba y queda bien con todo mundo; y por otra se jactan de impulsar la Crónica como parte de una rica tradición literaria a nivel mundial.

En el mejor de los casos se quedan a medias. Creo que les incomodan las propuestas ajenas a sus caballitos de batalla. El avispero de mediocridad que señaló oportunamente Manuel Buendía. Por lo mismo, ninguna publicación está dispuesta a pagar bien por una historia que puede llevar semanas o meses de arduo trabajo de campo y de escritorio.

Paradójicamente esta situación ha favorecido mi trabajo, pues a sabiendas de lo poco que puedo ganar en dinero por algo que de todas maneras me gusta y quiero hacer, me tomo mi tiempo y escribo lo que me interesa. Después veo quién se anima a publicarlo. Voy a la deriva en busca del hallazgo. Creo que en esto reside la valía de un buen cronista y es lo menos que puedo pedirme a mí mismo.

¡Cámara, luces. Crónica!

Dos grandes del periodismo contemporáneo, Gay Tálese y Tom Wolfe, suscriben la idea de Samper, quien cita al primero, entrevistado en 2004 por un canal de televisión neoyorkino: «Percibo visualmente lo que voy a escribir-, veo escenarios, personajes, grupos de personajes, como en una película de Fellini».

En el mismo ensayo de su Periodismo canalla, Tom Wolfe enumera cuatro mecanismos específicos utilizados por el cine, que proporcionan a la novela naturalista su capacidad de enganchar, de absorber; «La construcción escena por escena; es decir, contar una historia pasando de una escena a otra en lugar de recurrir a la narrativa puramente cronológica; el uso generoso del diálogo realista, que revela el carácter de manera más inmediata y llega más profundamente al lector que cualquier forma de descripción; el punto de vista interior, o sea, poner al lector dentro de la cabeza del personaje y conseguir que experimente la escena a través de sus ojos; y el apunte de detalles de posición social, indicios que sugieren a la gente en qué peldaño se encuentra dentro de la escala jerárquica, qué resultado obtiene en su lucha para mantener o mejorar su posición en la vida o en una situación concreta; todo desde atuendo y muebles, hasta acentos, modos de tratar a los superiores e inferiores, gestos sutiles para demostrar respeto o falta de respeto, el complejo entero de señales que indican a la bestia humana si está progresando o fracasando y ha conseguido o no liberarse de esa enemiga de la felicidad que es más poderosa que la muerte; la humillación».

Cada uno a su modo, Tálese, Wolfe y Samper confirman lo que otro periodista, David Halberstam llama «el reportero como cámara de cine». Creo que una buena crónica o reportaje requieren salir al mundo con la estrategia del cazador que sólo cuenta con un disparo de su rifle; ser paciente y rondar por ahí, acechando esa historia que sin la mirada alerta y buena puntería jamás será escrita.

Finalmente, un periodismo narrativo contundente, que identifique una voz y un universo propio, aspira al crimen perfecto-, erigir el imperio de la ambigüedad estilística con amplios espacios para cazar en solitario.

J. M. Servín:

Ciudad de México, 1962. Narrador y periodista. Este fragmento forma parte de su libro D.F. confidencial. Crónica de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro, que editorial Almadía recién ha puesto en circulación

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