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Archive for the ‘Loor al Leer’ Category

Lectura y conversación

Humberto Beck

Por medio de la lectura, podemos volver reconocibles, y por lo tanto susceptibles de ser plenamente vividos, a los nuevos entornos y circunstancias. Cuando alguien los lee por primera vez, los crea y configura para todos. Saber leer puede expresarnos, hacer que las cosas y el mundo y los demás, en vez de oprimirnos, nos hagan más libres. «La Creación continúa a través del hombre y de su radical aportación creadora que es la lectura», ha escrito Zaid. Las obras del hombre, sus lecturas que convierten una posibilidad abstracta en un hecho concreto, aumentan la realidad de la naturaleza. Leer creativamente es tener el genio para descubrir nuevas modalidades del ser y de lo humano; trazar nuevos caminos, hacer inteligibles nuevos territorios de la conciencia, la experiencia, la percepción: incrementar la vida y sus posibilidades.

La auténtica lectura es, nos dice Zaid, concelebración: la palabra comunicante como zona propensa a los encuentros felices. Los poemas, textos o situaciones susceptibles de lectura son como «plazas o jardines públicos», lugares habitables por muchos. En palabras de Heidegger, el lenguaje es la casa del ser; una casa que, a su vez, está formada por «seres de palabras», como los ha llamado Hugo Hiriart: poemas, saludos, encuentros, conversaciones. Si el hombre habita en esa casa del ser que es el lenguaje, los seres de palabras que la conforman habitan y son habitados, a su vez, en la lectura. Leer es habitar la casa del ser y, también, uno de los modos específicos en que el hombre está en el mundo. Para Zaid, la lectura es una actividad ontológica: el hombre es en tanto que lee; humaniza la naturaleza y las cosas al leerlas: él mismo es leyendo. «Las cosas su silencio llevan como su esquila», escribe Zaid en un poema titulado «Pastoral». Sí, las cosas por sí solas no tienen nombre, no imponen una lectura, guardan silencio, no se leen a sí mismas. Es el hombre, el «pastor del Ser», quien las lee. Sin esa lectura, las cosas no son enteramente, y el hombre mismo no existe del todo. Estar en el mundo es, quizás, el progresivo aprendizaje de este arte de nombrar: la aceptación de la fatalidad de esas lecturas inminentes.

En el universo conceptual de Zaid, la ética de la creatividad y su práctica por medio de la lectura desembocan en un replanteamiento del sentido de la originalidad. Decir, como Gide, que el origen de un texto siempre está en otro texto, es lo mismo que decir: el origen de todo texto es una lectura. La originalidad, entonces, no reside en la creación ex nihilo de una obra sino en la creatividad de una lectura, en la concepción de nuevas perspectivas para la lectura de un mismo texto. Esto es lo que sucede, precisamente, al continuar el acto de leer por otros medios. La lectura libre, activa, creadora, se extiende, por supuesto, en la vida, pero también mediante otros vehículos específicamente literarios, que pueden ser igualmente creadores, actos inspirados.

Es en este sentido que para Zaid la crítica, la edición, la traducción, las antologías, y aun la escritura misma, no son, esencialmente, más que diversos modos y grados de lectura. Escribir es una manera particularmente activa de leer que, físicamente, produce nuevos textos; la crítica, por su parte, es una forma de lectura, más profunda, educada, perspicaz: el libre ejercicio de la capacidad de evaluar e interpretar textos y obras. Del mismo modo, editar supone, de manera esencial, poner en práctica la facultad de leer creativamente, escogiendo aquello que deba entrar a la conversación y pueda estimular la creatividad de los demás, generando el ambiente propicio para leer y escribir. Desde esta perspectiva, la actividad literaria de críticos y editores se puede comprender como el trabajo del lector que, en el acto de leer dinámicamente, interviene en las obras leídas: las transforma, reacomoda, resignifica, en relación con otras obras y la vida misma.

Esta naturaleza inspirada de la lectura y sus posibles extensiones puede ilustrarse con el ejemplo de las antologías. Las antologías son lecturas creadoras que pueden modificar por entero el modo en que se concibe y se lee una literatura. Una antología puede configurar, transfigurar y desfigurar; crear, alterar y destruir cánones, escuelas y movimientos: cambiar el rostro de todo un ámbito de la cultura. Toda antología es una filosofía de la historia de una literatura; posee una teleología literaria implícita, que descubre (o encubre) el desarrollo de un autor, un género, un tema. Hacer antologías, como hacer crítica y editar, es un acto creador, una acción que puede armar o desarmar universos literarios; reflejar una cultura, pero también transformarla. Toda antología de la literatura mexicana, por ejemplo, es una interpretación, una crítica y un juicio de la literatura mexicana, la propuesta de un modo de su lectura. Toda antología de la poesía mexicana es una teoría de la poesía mexicana, y, si es particularmente buena, no sólo su retrato sino su recreación. Del mismo modo, un crítico, mediante el deslinde, la selección, el descarte y la organización de obras y autores, puede instaurar o suprimir una obra, un autor, una época: elogiarla o redescubrirla, pasarla por alto o ningunearla. Es, en todo el sentido de la palabra, un autor. La lectura, por medio de la crítica, no hace sólo una descripción de la cultura, sino que la produce e instituye; no es representación sino creación.

Por eso, incluir una antología en el plan de unas obras completas, como lo ha hecho Zaid con su Omnibus de poesía mexicana, es un acto de audacia editorial-intelectual, moral-, que es al mismo tiempo la enunciación práctica de una teoría de la cultura y del autor: las antologías -esas lecturas atentas, críticas, cuidadosas, vueltas hecho editorial- son tan obra, tan ejercicio de autoridad, como un poema o un ensayo. Son tan lecturas como cualquier otro texto y, en ese sentido, también son escritura. Un hecho tan intrépido que es probablemente el equivalente, para el mundo editorial, de la exposición de una rueda de bicicleta como obra de autor en una galería.
Por su filosofía de la lectura y su ética de la creatividad, Gabriel Zaid se inserta en la genealogía de la idea vanguardista del crítico y el editor como artistas, legítimas figuras del autor. Una estirpe que surge con Marcel Duchamp, se prolonga en los métodos de composición literaria de autores como Ezra Pound o T. S. Eliot, y en las décadas recientes penetra en los terrenos de la cultura popular mediante la ética y estética de los Dj y la música electrónica.
Debemos a Marcel Duchamp la introducción de una nueva forma de concebir la autoría: una nueva ética de la creación y de los materiales de la creación. A partir de su aparición fulminante en la historia del arte, del fecundo escándalo de las ruedas de bicicleta, tan artista es, o por lo menos puede llegar a ser, quien pinta un lienzo como quien escoge una serie de cuadros y los coloca en cierto orden. El solo gesto de escoger ciertas obras o fragmentos de obras y colocados juntos otorgándoles un cierto sentido ya es, en sí mismo, un objeto de arte por virtudes propias; un acto de creación, aunque sea en segundo grado, pero creación al final de cuentas. La naturaleza artística de estas operaciones aparentemente ajenas a la actividad creativa o la originalidad reside en el hecho de ser, precisamente, actos de lectura.

Esa búsqueda artística de vanguardia iniciada por Duchamp ha desembocado en el reconocimiento legítimo de las labores del crítico, el editor, el curador, como operaciones creadoras: un verdadero alumbramiento puede producirse a partir de la manipulación imaginativa de las obras ajenas. Aunque se trata de procedimientos milenarios, quizás tan viejos como el arte y la poesía, fue hasta el siglo XX cuando se adquirió una conciencia clara del palimpsesto, la cita y la edición como métodos específicos de creación.

Esta concepción extendida de la originalidad se corresponde en la actualidad con la figura del Dj, esa suerte de maestro de ceremonias que preside y anima fiestas y reuniones musicales, escogiendo y editando ritmos, ciclos, mezclas, muestras de canciones, sonidos de películas, programas de televisión o la vida cotidiana. Para su actividad creativa, el Dj dispone de recursos afines, por ejemplo, al método de composición utilizado por T. S. Eliot en la Tierra Baldía: el corte, mezcla y edición de textos (o sonidos) escritos (o compuestos) por otros en tiempos y lugares muy distintos entre sí. Se puede decir, en este sentido, que, al escoger y manipular creativamente citas de la Divina Comedia o los Upanishads, Eliot «samplea» pasajes de obras ajenas para incorporarlos en su poema.

Sin provenir del surrealismo, el dadaísmo o cualquiera de sus incontables epígonos, sin haber militado en ninguna escuela o movimiento de la vanguardia o posvanguardia, las ideas de Gabriel Zaid se vinculan con estas temáticas esenciales de la cultura del siglo XX, compartiendo con ellas algunas intuiciones fundamentales que animan y dan unidad a su obra. La perspectiva de Zaid, sin embargo, se origina en otras fuentes, infinitamente más sencillas y más complejas a la vez: el sentido común, la poesía, la práctica, la lectura.

Extracto tomado del libro Gabriel Zaid. Lectura y conversación de Humberto Beck. Ed Jus, México 2004, pp. 26-31
http://www.up.edu.mx

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David Martín del Campo

La cuestión es rigurosa: ¿acostados o sentados?, porque de pie resulta un contrasentido. Hay algunos héroes del transporte público que logran la proeza de leer así, o los de la fila del banco. Es cuestión de aislarse y mantener el pulso firme, aunque el exceso de excesos está sugerido en el libro del escritor mexicano Gabriel Zaid, Cómo leer en bicicleta que ocasionó, es previsible suponer, más de un brazo fracturado.

 De un tiempo acá estamos presenciando una curiosa campaña de fomento a la lectura que ocupa lo mismo anuncios espectaculares que melifluos promocionales radiofónicos. En ellos se invita a practicar la lectura en el seno familiar y se ensalza a los prudentes padres que premian a sus hijos con la lectura de un cuento a la hora de la pijama.

 La cuestión de fondo es obvia El hábito de la lectura en México ha estado siempre en permanente extravío, por decir lo menos. Por eso, y en apoyo a tan intrépida cruzada, se nos ha ocurrido extender el siguiente Decálogo del libro, y que cada cual lo observe según el propio albedrío:

 

1. Amarás al libro por sobre todos los medios. Es decir, preferirás las historias originales sin esperar a las reseñas, las sinopsis o las adaptaciones al cine y la TV, Iniciarás una biblioteca personal, que luego será familiar y un dolor de cabeza a la hora de la sucesión hereditaria

 2. Honrarás la lectura y no la interrumpirás por ninguna rutina doméstica, ni mucho menos algún capricho familiar. Marcarás tus lecturas con lápiz, celebrando o denostando los traspiés del autor.

 3. Sustraerás un libro cuando la estrechez económica obligue. Nada puede rivalizar contra la expectativa literaria. No te expongas en las grandes cadenas comerciales; las pequeñas librerías son menos inclementes.

 4. Obsequiarás un libro a la menor provocación. No un «buen vino», no un disco de Luis Miguel. El día del onomástico regalarás aquel libro que ya disfrutaste porque es el mejor modo de compartir los sueños. Un libro nuevo, obvia decir.

 5. No sembrarás un árbol ni tendrás un hijo ni escribirás un libro sin haber leído antes El Quijote de la Mancha. No un capítulo ni un audio-libro ni una versión compendiada. Estamos hablando del libro de Miguel de Cervantes Saavedra con sus mil 86 páginas. Es la obra cumbre de nuestra lengua y muchos mueren sin haber tocado siquiera sus páginas. Y es una pena

 6. Releerás a los clásicos y evitarás todo libro de autoayuda. León Tolstoi sí, Cuauhtémoc Sánchez no. La lista es larga, pero no interminable.

 7. No leerás por compromiso político. Imagínate en una isla desierta con el El Capital de Marx. No te serviría de nada, ni tampoco el de Carlos Slim.

 8. No viajarás sin un libro en el bolsillo. De ese modo el trayecto será doblemente placentero. Nada como una buena novela en la playa, junto a la ventanilla del avión, en la terraza esperando el crepúsculo. Muchas veces recordarás más la historia de ese libro que el sitio mismo de la vacación.

 9. No culparás al libro de tus ofuscaciones místicas o fornicatorias. Pobres libros, tan hechos para soñar, no los condenemos por nuestros desvaríos personales. «A ti nunca te pasará esto porque no has leído Madame Bovary».

 10. No desearás la biblioteca del prójimo. A lo mejor es un amigo olvidadizo, así que mejor pídele ese libro. «Nunca prestes la mujer, la pistola ni el caballo», nos enseñaron, pero los libros son otra cosa.

 

Desde luego que el Decálogo es limitado y perfectible. Además que sólo tendrá vigencia mientras los lectores de libros no seamos designados «especie en vías de extinción». Sin embargo la cuestión seguirá vigente: los que prefieren leer en sillones pueden mirar luego hacia los horizontes de la imaginación. Los que preferimos dos almohadas bajo la cabeza nos arriesgamos a un ladrillazo en el rostro… No todos los autores gozan de amenidad. Hay algunos, incluso, criminales.

 

 26/abril/2011.

 Reforma.com

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Juan Domingo Argüelles

“Un hombre discreto-escribió Descartes- no tiene la obligación de haber leído todos los libros ni de haber aprendido con esmero todo lo que se enseña en las escuelas; fuera incluso cierto defecto en su educación el haber empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras. Tiene muchas otras cosas que hacer en su vida».

 Puesto que ha seguido caminos que otros le han marcado y repetido ideas bajo la autoridad de sus preceptores, resulta casi imposible que la mente de cualquier estudiante o graduado no se encuentre «llena de una infinidad de falsos pensamientos» y de conceptos nunca digeridos. Ha seguido instrucciones, ha leído manuales, ha cumplido con preceptivas. Lo que le ha faltado es el sabio ejercicio de pensar por sí mismo.

 Este certero juicio del gran pensador francés del siglo XVII sigue vigente, y es más actual hoy que nunca. La sociedad escolarizada hace sentir en todo momento que la única posibilidad de aprender algo que valga la pena está en las aulas y en los libros.

 Al igual que Montaigne, Descartes desconfiaba, razonablemente, de esta fe escolástica que no deja nada ni al azar ni a la propia iniciativa. Advierte que, luego de pasar tantos años en la escuela (tantos que, en muchos casos, abarcan toda la vida), una persona escolarizada en sistemas rígidos, esquemáticos y predecibles, necesitaría, para despertar sus capacidades dormidas, «deshacerse de las malas doctrinas que ocupan su espíritu» y que no le permiten comprender que la verdad no está establecida en ningún manual ni en ninguna autoridad irrebatible, sino en la propia experiencia que nos llevará más de una vez al error pero también, más de una vez, al acierto.

 Padre del racionalismo, Descartes aconsejaba desconfiar incluso de los libros mismos, y emplear la duda y el razonamiento para conseguir algo más que simples definiciones eruditas, tan rígidas como cualquier fe religiosa, pues «aunque en los libros estuviese contenida toda la ciencia que deseáramos, lo que de bueno tienen está mezclado con tantas cosas inútiles y desperdigado confusamente en un montón de volúmenes tan gruesos, que fuera menester más tiempo para leerlos del que tenemos que permanecer en esta vida, y mayor ingenio para escoger las cosas útiles que para encontrarlas nosotros mismos».

 Más tarde, en el siglo XIX, Schopenhauer llegaría a la misma conclusión: «Hay que leer sólo cuando se seca la fuente de los propios pensamientos». Más aún: no hay que leer en demasía pues, en este exceso, el espíritu se habitúa al sucedáneo del libro y pierde de vista la realidad. «El mucho leer -sostiene- priva al espíritu de toda elasticidad, ya que es como mantener un muelle bajo la presión continua de un gran peso, y el método más seguro para no tener pensamientos propios es coger un libro en la mano en cuanto disponemos de un minuto libre».

 Esta idea es anterior a Cristo. En el Fedro, Platón la atribuye a Sócrates y éste al rey egipcio Tamus, hasta convertirla en un apotegma impopular: «No hay que confundir la escritura con la verdad». El libro es sólo una reminiscencia del pensamiento; un medio, nada más, jamás un fin: idea que reactivan y actualizan, a lo largo de los siglos, Montaigne, Descartes, Lichtenberg, Hazlitt, Schopenhauer y Henry Miller, entre algunos de los más ilustres escritores y lectores que aconsejan cultivar con esmero el arte de pensar para no hacer un dogma del hábito de leer.

 Descartes nos llama, muy particularmente, a emplear útil y placenteramente el ocio y el estudio, a no confiar demasiado en la memoria (que suele retener muchas cosas inútiles) y a desarrollar del mejor modo nuestras capacidades de reflexión y de sentimiento, más allá de las aulas y más allá de los libros, «pues el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu».

 Desgraciadamente, son muchos los espíritus escolarizados que se oponen a Descartes, y creen, con absoluta fe, que sus grados académicos o sus muchos libros leídos son pruebas irrefutables de inteligencia y equivalen al saber incontestable. Son aquellos, dice Hazlitt, que cuando se les pregunta qué piensan sobre determinado asunto, no dicen lo que ellos piensan (porque no suelen pensar nada) sino lo que han leído, y si no tienen los libros a la mano, para certificar sus dichos, se sienten abandonados.

 Es bueno leer libros, con tal de que los libros agucen nuestros sentidos y nuestro pensamiento, activen y reactiven nuestro cerebro, para pensar en lo que estamos leyendo o en lo que ya hemos leído, y enriquecer esa experiencia de la lectura con nuestra propia reflexión autónoma. De otro modo, leer es sólo un buen pasatiempo que, en su peor extremo, puede hacemos creer que somos sabios. Los libros deberían enseñarnos a dudar, incluso de los libros, pues nada se compara con la experiencia propia de hallar respuestas, no necesariamente escritas, a lo que nos inquieta, nos perturba o simplemente nos interesa. Hay que dudar incluso de la duda, es decir del propio pensamiento.

 Deberíamos tener muy claro que sin el pensamiento propio los grandes escritores sólo hubieran escrito comentarios de libros. Por ello, las bibliotecas antiguas están llenas de lápidas más que de pensamiento vivo. En coincidencia con otros espíritus doctos, Alfonso Reyes concluyó que la paulatina destrucción de la Biblioteca de Alejandría no fue, como suele afirmarse, una terrible desgracia para la humanidad, pues «si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta».

 Dice Descartes: «Es preciso saber lo que sea la duda, el pensamiento y la existencia, antes de quedar plenamente persuadidos de la verdad de este razonamiento: dudo luego existo, o, lo que es lo mismo, pienso luego existo». En otras palabras, a pensar se aprende pensando, y a dudar se aprende dudando. Tal es el principio no sólo de toda filosofía, sino de todo pensamiento. Los libros nos enseñan muchas cosas, pero lo mejor que tienen los libros está sin duda fuera de los libros: es la realidad viva y avasallante de la que están hechos precisamente los libros.

 Los libros pueden reforzar nuestra conciencia de ser, pero es la experiencia de cada quien, con libros o sin libros, la que le enseña el sentido común y la noción de lo que es valioso y grato. Por ello, se puede llegar a ser feliz sin libros, y por ello, también, sin que esto sea una fatalidad, se puede llegar a ser muy infeliz a pesar de los libros, el mucho saber y la más amplia erudición.

 La cultura escrita no nos promete jamás la felicidad que no seamos capaces nosotros mismos de procurarnos en la realidad. Los libros tendrían que ser buenos reactores, pero somos nosotros, y no ellos, quienes los dotamos de vida Las palabras no pueden nunca sustituir a los actos; la teoría no es experiencia.

 Descartes escribe: «No puedo creer que existiera nunca nadie tan estúpido que, antes de que le hayan enseñado lo que sea la existencia, no pueda concluir y afirmar que existe. Lo mismo sucede con la duda y el pensamiento. Digo más: es imposible que alguien aprenda esas cosas por otra razón que por sí mismo y que esté persuadido de ellas de otro modo que por experiencia propia y por esa conciencia o testimonio interno que cualquiera experimenta en sí cuando examina las cosas. Así como en vano definiríamos el color blanco para que llegara a comprenderlo alguien que no viera nada, y así como bastaría abrir los ojos y ver el color blanco para conocerlo, así también para conocer lo que sean la duda y el pensamiento basta con dudar o pensar. Eso nos enseña todo lo que podemos saber al respecto y nos muestra mucho más que las más exactas definiciones”.

 La escuela se ha arrogado el derecho ya no sólo de vender el conocimiento como una mercancía, sino también de certificarlo y, en no pocas ocasiones, de deslegitimar todo aquel saber autónomo que haya sido adquirido fuera de las aulas. Ha convertido en fe lo que en un principio era duda: la fe universitaria como moderna religión laica. Asimismo, en el caso de la lectura, la sociedad culturalista ha venido confundiendo el medio con el fin, el instrumento con el valor final. Del mismo modo que alguien con un título académico se torna dogmático porque «sabe», la cultura ilustrada está autoconvencida de que sabe porque lee, y de que todo el saber que importa está contenido únicamente en dos recipientes: el aula y el libro. Confunde, obviamente, la erudición con la inteligencia, la memoria con el saber, y la destreza con el conocimiento. La duda, en cambio, es el principio de la filosofía. Será quizá por esto que la educación tecnocrática la ha desterrado de su república escolar perfecta.  

Vivimos en una sociedad ávida de diplomas y de grados, sin que importen demasiado el sentido común y la sensatez. Asimismo, vivimos en permanente angustia de acumulación de lecturas (el famoso índice lector), sin importar casi nada la asimilación e integración al espíritu de lo leído. Bajo este supuesto, quien lee más es mejor. Sin embargo, como lo ha señalado atinadamente Jaime Smith Semprún, en La cara oculta de la inteligencia, lo importante no es almacenar información ni coleccionar destrezas, sino saber qué hacer con ellas y con un propósito benéfico. En otras palabras, «la cultura no es exhibir, es asimilar que nuestra alma e inteligencia absorban y digieran una serie de conocimientos, experiencias y facultades que le permitan ejercitarlas».

 No por leer más libros se comprende mejor o se es más inteligente. La inteligencia implica muchas cosas más allá de leer. La inteligencia también involucra las emociones y, muy especialmente la ética de nuestros actos. Mientras más torpe y dañosamente se comporte un experto en algo, mientras menos respetuoso sea del pensamiento y la libertad de los demás, menos inteligente es, aunque haya alcanzado todos los grados académicos y se haya leído toda una biblioteca.

 Smith Semprún tiene una caracterización del ser inteligente que va más allá de las definiciones: «Ser inteligente es armonizar todas las facultades, dosificarlas, desarrollarlas, utilizarlas, comprenderlas, saber para qué sirve cada una. Por ejemplo, la razón para razonar, para pensar lógicamente, pero también para saber que, a veces, más importante que tener razón es ser razonable».

 Esta última observación la hubieran podido firmar Montaigne y Descartes, lejos siempre de todo fanatismo, y siempre dispuestos a encontrarles el mejor servicio a las paradojas. Ser razonable siempre es por supuesto mejor que tener siempre la razón, porque el que tiene siempre la razón, o desea tenerla siempre, es alguien que no admite otra razón que no sea la suya.

 Para comenzar a desarrollar una ética de la lectura y, más todavía, una ética de la cultura, hay que comenzar por ir desterrando los fundamentalismos culturalistas y las viejas creencias insostenibles, desde el determinismo del coeficiente intelectual -el famoso IQ de Stern y Bidet – hasta el valor absoluto que se concede a los instrumentos de persuasión, como la cátedra y el libro. Hay que comprender mejor para distinguir bien, y para aceptar con humildad y con inteligencia que, como ha escrito Smith Semprún, «no es inteligente saberse la guía de teléfonos de memoria; no es inteligente ganar a todos al ajedrez; no es inteligente saberse todos los teoremas y ecuaciones matemáticas, ni ser el primero de la clase y tener un coeficiente intelectual de más de 120».

 Lo realmente inteligente es saber que nada de eso nos salva de cometer estupideces y dañar a los demás y a nosotros mismos. Lo realmente inteligente es poseer imaginación para saber utilizar la inteligencia, y saber que de poco sirve absorber, aprender y adquirir conocimientos si lo único que hacemos con ellos es almacenarlos en un confuso depósito, sin darles jamás la armonía y la integración en nuestro espíritu. Hoy hasta los criminales pueden ser calificados de inteligentes, como si la inteligencia no estuviera en contradicción con la maldad; y muchos hombres públicos (políticos, funcionarios, empresarios, especuladores, etcétera), reputados de inteligentes, han sido responsables de la ruina del mundo, lo cual es suficiente para probar que no eran muy inteligentes.

 En su calidad de fetiche de la Cultura Culta, desde sus orígenes le hemos concedido al objeto libro connotaciones mágico-religiosas que llegan a nuestros días con un místico y dogmático manto pedagógico y un inocultable tufo demagógico-redentorista más cercanos al mesmerismo que a la lógica. Pensamos que el libro por sí mismo posee poderes magnéticos y nos olvidamos que la fuerza del libro no reside en el libro en sí, sino en el pensamiento, las ideas y las emociones que podemos activar al leer libros. Más allá de misticismos, incluso lo más importante de los libros no es lo que contienen, sino lo que suscitan.

 El día que comprendamos y admitamos, razonablemente, que muchos de nuestros supuestos culturales y librescos requieren de un buen análisis, una amplia reflexión y la prueba de fuego de la razón ética, ese día comenzaremos a entender algo más valioso que únicamente leer libros y acumular lecturas.

 

Laberinto 406, http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/

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No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social…

Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoievski, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Federico García Lorca, locución al inaugurar la biblioteca de su pueblo de Fuente Vaqueros en Granada, España, el 31 de septiembre de 1931.

Publicado en Nexos, marzo de 2011, http://www.nexos.com.mx

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1. La soberbia se alivia leyendo un gran  libro.

2. La tristeza revela su inagotable riqueza a  la luz de la lectura de un gran libro.

3. La lectura mejora la visión de las cosas y  permite ver lo que antes nunca se había visto.

4. La lectura brinda experiencias en mente  propia.

5. La lectura es dinamita pura para la  imaginación.

6. La lectura nos permite estar siempre  acompañados, aunque también respeta nuestra soledad.

7. La lectura nos dota de las palabras para  expresar nuestros sentimientos, emociones, creencias.

8. La lectura nos acerca cada vez más a la  autocomprensión.

9. La lectura es constructora de sociedades y  de sueños.

10. La lectura es algo que podemos hacer en  todas partes.

11. La lectura enseña que el mundo entero  puede ser como un libro.

12. En 20 o 30 años, la frase anterior deberá  decir: La lectura enseña que el mundo entero puede ser como una computadora.

13. La lectura brinda beneficios económicos: entender las cláusulas de los contratos ahorra dolores de cabeza y juicios.

14. La lectura nos transporta gratuitamente a  través de todo el espacio y todo el tiempo.

15. La lectura nos da una voz.

16. La lectura es lo más cercano a la  telepatía.

17. La lectura nos da el placer de ver cómo  nuestra mente crea universos.

18. La lectura sirve también como un espejo.

19. La lectura es como una hermosa melodía sin  instrumentos, o cuyo único instrumento es la palabra.

20. La lectura puede ser, para un niño, un  juego perfecto.

21. La lectura es mejor -pero mucho, mucho  mejor- que el cine y la televisión.

22. Cuando leo, lee el universo.

23. A veces, cuando leo, descubro lo que  pienso.

24. La lectura evita infracciones de tránsito.

25. Los malos gobiernos temen a los buenos  lectores.

26. Los tiranos no soportan a los lectores que  se empeñan.

27. Los olvidadizos tienen en la escritura y  la lectura su mejor herramienta.

28. La lectura eleva el alma.

29. La lectura rejuvenece a la vez que nos  hace sabios.

30. Se puede leer cómo es morirse, sin haber  muerto o morir al hacerlo.

31. Leer es dejar que el amor suceda.

32. Leer es viajar sin pagar nada.

33. Leer nos guía a través del mundo.

34. Leer las palabras de un padre, o de una  madre, escritas hace tiempo, los vuelve vivos.

35. Leer el escrito de un niño, obliga a  redescubrirlo todo.

36. Leer es una escuela, un templo, un  hospital: me educo, me elevo, me repongo.

37. Leer es una riqueza que se lleva a todas  partes sin ostentar.

38. Leer cultiva la humildad.

39. Leer nos conduce a paradojas y se hace  imposible aburrirse.

40. Leer acaba por volverse una actividad de  tiempo completo.

41. Leer en sueños: ojalá se pudiera recobrar  todo lo así leído

42. Leer en una biblioteca, es como un safari  en la selva pero sin víctimas.

43. Leer enriquece los sueños.

44. Leer cambia vidas.

45. Leer salva.

46. Leer es un examen.

47. Leer nos permite ver la inmensidad de  nuestra ignorancia.

48. Leer brinda un gozo que, cultivado, puede  durar toda nuestra vida.

49. Leer -esto lo escribió otro- es hablar con  los muertos por los ojos.

50. Leer evita enfermedades, intoxicaciones y  envenenamientos.

51. Leer evita costosas reparaciones y  composturas.

52. Leer es algo sumamente productivo.

53. Leer es siempre perfecto.

54. Leer da temas de conversación.

55. Leer, a veces, espanta.

56. Cuando leer algo nos horroriza, somos  afortunados.

57. Leer la prensa es toda una escuela: se  descubre la mentira y el engaño pero entre  líneas siempre está la realidad.

58. Leer las palabras ayuda a leer los  síntomas, los rasgos, el clima, los rostros,  las estrellas.

59. Leer poesía es reinar en uno mismo, o en  otro.

60. Leer frenéticamente y en vehículos en  movimiento, puede ocasionar mareos.

61. Releer es un placer supremo.

62. Leer es el máximo placer casto.

63. Leer a otros es encarnar las palabras.

64. Leer tiene mucho de ser llevado, pero sin  tiranías, por mundos desconocidos y hay un  arte en ese viaje.

65. Leer es descubrir.

66. Leer es explorar.

67. Leer nos exige lo mejor de nosotros  mismos.

68. Leer es escuchar.

69. Leer enriquece insospechadamente.

70. Leer es una herencia magnífica.

71. Leer buenos libros es un arte que cultivan  pocos.

72. Ejercer el derecho de leer es el principio  de la sabiduría.

73. Un gobierno que no alienta lectores,  alienta fracasos.

74. Un gobierno que no alienta lectores, no  tiene esperanza.

75. Leer es la savia de la democracia.

76. Leer es un lujo que todos debemos darnos.

77. Leer debe reducir la pobreza, la  marginación, la exclusión y la injusticia.

78. Leer abre innumerables puertas e ilumina  incontables caminos.

79. Leer nos da alas, aletas, agallas y vista  de rayos X. (Es broma).

80. Leer nunca es tiempo perdido.

81. Leer nos hace amigos y nos da amigos.

82. Leer educa la mente, la memoria y la  imaginación.

83. Leer obliga a escribir.

84. Leer obliga a aprender a escuchar.

85. Leer nos hace pensar severamente en los  otros.

86. Leer humaniza.

87. Leer libera.

88. Leer alimenta la autorreflexión.

89. Leer eleva la autoestima.

90. Leer nos abre el mundo.

91. Leer nos da un sentido de anticipación.

92. Leer manuales nos impide ser engorrosos.

93. Leer es siempre una lección de humildad y  humanidad.

94. Leer ilumina.

95. Leer es arriesgarse, exponerse,  aventurarse.

96. Leer es correr el riesgo de cambiarlo  todo.

97. Leer es una de las formas más nobles del  amor.

98. Leer es recibir mucho a cambio de casi  nada.

99. Leer es un excelente negocio.

100. Leer transforma el mundo.

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Hay quienes dicen que:

hacerlo parado fortalece la columna,

bocabajo estimula la circulación de la sangre,

bocarriba es más placentero,

hacerlo solo es rico pero egoísta,

en grupo puede ser divertido,

en el baño es muy digestivo,

en el auto puede ser peligroso…

hacerlo con frecuencia

desarrolla la imaginación,

entre dos enriquece el conocimiento,

de rodillas resulta doloroso, en fin

sobre la mesa o sobre el escritorio,

antes de comer o de sobremesa,

sobre la cama o en la hamaca,

desnudos o vestidos,

sobre el césped o en la alfombra,

con música o en silencio,

entre sábanas o en el clóset

hacerlo, siempre es un acto de amor

no importa la edad,

ni la raza ni el credo,

ni el sexo, ni la posición económica

Leer es un placer.

 

 

 

 

Un libro es como un jardín que se lleva en el bolsillo

Proverbio árabe

 

El regalo de un libro además de obsequio, es un delicado elogio

Anónimo

Un libro como un viaje, se comienza con inquietud y se termina con melancolía

Anónimo

Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos

Sir Francis Bacon

No hay dos personas que lean el mismo libro

Edmund Wilson

El recuerdo que deja un libro a veces es más importante que el libro en si

Adolfo Bioy Casares

 

 

 

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Por Ricardo Garibay

 

A. Leer es pasar los ojos, la voz, las orejas y el entendimiento por la escritura de alguien de mejores luces y ciencia que las propias.

De ahí, leer es un acto de humildad, de devoción, de reverencia. Es asomarse desde el hombro del insigne a un mundo velado hasta ese momento, vedado. Es el acto primero del hombre culto, es primaria civilidad sobre la cual habrá de levantarse mi participación en el  espacio y tiempo que me pertenecen. Sobre los hombres de “vida más entregada a leer que a vivir” se construye el prestigio y la fuerza de las naciones que entran por derecho propio en los jardines de la  historia. Debe afirmarse que hombre sin lectura es apenas él mismo, es a medias, bien mostrenco, sin dueño y sin destino. Y en esa ausencia de dueño él es el principal ausente.

Pueblo que no sabe leer no sabe ver ni oír ni hablar, menos aún sabe pensar y no sospecha los daños que le acarrea su mínimo diccionario ni cuánto de su barbarie o su tropiezo se debe al torcido sentido que pone en sus escasas palabras. Abecedario pedregal donde el amor no alienta nunca, no puede hacerlo.

Vía la más corta hacia la trastienda de toda actualidad es el balbuceo del gañán, su altanera ignorancia: la incubadora de trampas,  demagogias y odios completamente de espaldas al espíritu: su enemistad hacia los libros, su bruta certeza de estar viviendo una verdad de tal manera evidente que no necesita comparaciones ni demostraciones. Y pueblos enteros hay que son gañanes.

Andrés Maurois titula uno de sus más finos trabajos: “Lectura, mi dulce gozo”. Y en los años de preparatoria nos decía Castellanos Quinto, a quien jamás pagaremos la deuda que nos dejó su mucha paciencia y sabiduría: “Lean, muchachitos, lean con toda seriedad, lean en voz alta, pónganle tonada a las palabras y léanlas cantando, escúchense. Es enorme el gozo de saber que de la propia y pobre boca sale de pronto, por ejemplo: ¡Canta oh diosa la cólera de Aquiles Peleidón…!”.

 

B. En los cursos de derecho romano tuve un maestro viejecito y muy burlón de los métodos universitarios de enseñanza. Llegado el examen nos llamaba de cinco en cinco. “A ver, jóvenes —decía— abran su libro de texto, y uno después de otro, comenzando por la izquierda, lean en voz alta la página setenta y dos.” Cuando acababa la lectura él decía: “Por supuesto, están reprobados. ¡En primer año de jurisprudencia y ni siquiera leer saben! Pero en fin, tomen otra oportunidad, para que adviertan que tampoco entendieron nada de lo que leyeron tan mal”. Y así era, no había uno que leyera una oración como Dios manda ni que —mucho menos— diera con el tema mientras lo destrozaba estropajeando.

C. Gañán es el extranjero en la letra impresa. Es muy difícil que un gañán diga la verdad públicamente. También es muy difícil que la diga en privado. Fundamentalmente es hombre que vive a sus expensas y sin freno; se saquea de continuo como quien echa una vez y otra  neciamente el cubo al pozo seco; y como la lectura es cosa ética antes que cualquiera otra cosa, discipulado antes que nada, y él no se ha arrimado a la sombra de los mejores, no tiene voz maestra que le grite en su desenfreno: detente, espera, ya vas de nuevo “de tumbo en tumba”.

D. No es infrecuente que me busque algún joven.

—Quiero escribir.

—Mal cuento —digo.

— Porqué? Nada me importa sino escribir. Si usted me ayuda…

—Bueno, en tal caso aprenda a leer, primero —digo.

El chico se echa a reír, luego dice que sabe leer, no ha hecho más desde su nacimiento, se siente saturado de autores y le urge comen zar a escribir.

—Bien —le digo—, lea esta página en voz alta.

Sale sabiendo que no sabe leer y que deberá leer a diario en alta voz, escuchándose, siquiera dos o tres páginas de la Ilíada, o de la Biblia, o del Quijote, y que nos veremos dentro de seis meses, cuando él mismo no reconocerá su propia voz, ya redonda y atinada, horneada para siempre en ese tan breve tiempo en los más altos hornos.

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leer31

 

1. Contribuye al enriquecimiento personal al descubrir conocimientos y conductas reflejadas en la vida de los personajes, de ahí la importancia de la mimesis en la posible identificación entre el lector y los personajes.

 

2. La lectura ejercita la capacidad crítica de los lectores en la medida en que es una fuente de conocimientos que el lector debe asimilar, y sobre los que debe reflexionar y crearse una opinión.

 

3. Coadyuva a ampliar el caudal léxico de quien lee, así como a familiarizarse con las estructuras sintácticas más eficaces en cada momento compositivo.

4. Alimenta también la capacidad imaginativa y creativa de los lectores, con tendencia a crear mundos autónomos de significado.

 

5. La lectura lleva a la escritura, y viceversa, pero no necesariamente, de hecho no debe ser un condicionante.

 

6. Quien lee puede alcanzar ese disfrute inconcreto al que con tanta frecuencia se alude cuando se habla de el placer de la lectura.

 

7. Facilita la exposición de los pensamientos y posibilita la capacidad de pensar, de ahí que pueda considerarse un instrumento extraordinario para el trabajo intelectual.

 

Recibimos este mensaje vía correo electrónico, de una amiga de la Biblioteca que nos hizo el favor de enviarnos estas líneas que compartimos con ustedes, ¿Tienes alguna otra razón que quieras añadir?

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Arturo Córdova Just

cordova-just

Agobia la crisis de rumbo, carecer de armas teóricas para vencer el mal de la coyuntura. Inflama de ansiedad saber que somos presas de decisiones que no son nuestras y afectan el ánimo de cada hora a lo largo de lo cotidiano. Es la tempestad y parece no haber nadie al timón. 

Las ciudades se han vuelto un combate. Más que conductores agresivos, lo que hay es gente inerme, enfadada. No colaboran los medios, empeñados en el incremento del espectáculo (incluso en la muerte) y no en fomentar la reflexión sensible acerca de los fenómenos que nos invaden.

 

La economía es una de las puntas del iceberg, lo que se está produciendo es falta de sentido: sucesivas incoherencias en relación a lo nuestro. La abundancia en el consumo y el dispendio han fomentado la escasez de grandeza. La humanidad ya es pasajera, desechable. Sin respuestas, la sujeción es a la urgencia, al tropiezo, a actuar con premura y no con pensamiento. Nos ha faltado valor para enfrentar nuestra pérdida de lugar en el espacio. 

Defraudando a Platón y Da Vinci, nos hemos quitado del centro. Ya no representamos a Dios ni somos la imagen del cosmos. Nos desvela la finitud y hemos sido arrogantes con la naturaleza. Se destruye por placer. Ante un panorama de guerra para siempre, habrá que regresar al más sencillo y difícil de los hechos: estar con nosotros, leernos.

 

En la incertidumbre, los libros juegan un rol estratégico, leer es un acto solitario y colectivo: compartimos Saber. Un signo de la historia es reubicar a los que nos precedieron y entenderlos para no Incurrir en idéntica chapuza con nosotros y con el de al lado. Leer es una actividad lúdica: gozo y extrañamiento de descubrir lo que no sabíamos.

 

Un lector no está solo en el mundo. Como él, alguien está desvelado por un Ideal o dando vueltas alrededor de una pesadilla. Leyendo se corrobora que la distancia no nos separa. En Madrid, Afganistán o Tlaxcala existen quienes también se desvelan por el amor y la justicia. 

Leer bien es la vía, casi perfecta, de reunir a los opuestos, de desmontar la arrogancia de creer en lo indivisible cuando somos (cito al filósofo Jorge Juanes) lo uno-diverso. El lector recobra el pensamiento de aquel y de aquellos. La lectura nos defiende de la premura de gente que desconoce el lugar al que desea dirigirse.

 

Leer concentra: elimina violencia, facilita experimentar el existir en multiplicidad de ángulos, da la certeza de que no hay ni verdades ni soluciones únicas y, en cuanto a lo que nos incumbe, aclara que nadie está por encima. Aunque obligados a ellas, las soluciones no sólo están en los gobiernos, sino en nosotros y en las personas que pasan. 

Para vivir se apela a la imaginación, al aterrizaje, una y más veces, en diversos campos temáticos. No amilanarse por la presión del ahora o nunca, sospechar de cualquier correo con la palabra urgente. Lo urgente es una variante del secuestro.

 

La ventaja de un lector atento es topar con el peso del tiempo. Se percata de que, por ejemplo, entre el Renacimiento y nosotros hay un instante. Estamos, aunque no lo creamos, en la misma era que Diógenes Laercio. Un lector inventa soluciones que no tendrán aspectos violentos, indaga en el conjunto y reconoce las unidades. Sitúa en contemporáneos a hombres y mujeres que vivieron siglos atrás. Actúa por sí mismo, no por lo que, a modo de noticia, publicitan los medios.

Un lector adquiere la ventaja de desplazar a los gurús. Su trato es con iguales. El privilegio, al ser un buen lector, es dimensionar el pasado y el presente, encender su cabeza y elegir a partir del conocimiento, no de la ignorancia.

Arturo Córdova Just, poeta, Cordovajust@yahoo.com

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(Fragmentos)

Por Juan Domingo Argüelles

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Las preferencias de lectura, al igual que otras tantas, constituyen elecciones vitales, son parte de nuestros derechos humanos. No importa que haya personas que no estén de acuerdo con ellas o que exhiban preferencias totalmente opuestas, en tanto no nos impidan disfrutar las nuestras.

Incluso el hecho de reprobarlas, censurarlas o despreciarlas, obviamente de manera ofensiva, constituye una agresión y acaso un intento de coartar esos derechos muy nuestros. Las preferencias de lectura son, en este sentido, como las preferencias de amistad y profesión, como las preferencias sexuales, como los gustos más íntimos y más personales, y nadie debe arrogarse ningún poder (ni siquiera el del prestigio cultural) para incordiamos por ellos.

Lo que digo no es para provocar a nadie, sino que estoy convencido de una cosa que, por lo general, los discursos bienintencionados no dicen: por principio de cuentas, que no todo el mundo quiere ni puede ser lector de libros y que algunos adolescentes y jóvenes son felices con los videojuegos, la Internet, la música, el cine y la conversación y que leen pocos libros, sin que en ello les vaya la vida, y que son muy desdichados cuando los envenenamos o los hacemos reventar con la monserga de que deben dejar de hacer lo que están haciendo —y que es lo que más les gusta—, para ponerse, de inmediato, a leer libros.

Casi no tengo duda de que en este tema de la lectura hemos equivocado el camino, a fuerza de estar imponiendo todo el tiempo lo que para nosotros los lectores es, literalmente, el paraíso, sin considerar que hay muchos otros paraísos en los que nosotros no hemos entrado y, posiblemente, nunca entraremos, sobre todo porque estamos convencidos de que no hay más paraíso que el de los libros.

Este es un discurso muy común, incluso entre quienes leen pocos libros, pero que de cualquier forma están “convencidos” (eso dicen al menos) de que deben leer más y conseguir prosélitos y acólitos, todo lo cual es absurdo porque nadie que no sea lector entusiasta puede conducir a otros por la senda de la lectura.

Tanto los vicios como las virtudes son inculcados por viciosos y virtuosos, respectivamente, y aunque haya acciones nefastas o felices que, por hartazgo, nos lleven a sus antípodas, siempre será excepcional saber que alguien se hizo bebedor a la sombra de un abstemio o que alguien adquirió el don de la templanza gracias a frecuentar a un energúmeno.

Cuando apareció mi libro Leer es un camino, algunos periodistas españoles me buscaron con insistencia para que ampliara mis opiniones sobre “el derecho a no leer”, y todo porque en ese momento ellos habían hecho un escándalo doméstico a raíz de que Victoria Beckham confesó que no leía libros o, más exactamente, que nunca había leído un libro completo (ni siquiera la biografía de su marido, el futbolista más publicitado del mundo), pero que, además de todo, leer no le fascinaba. ¿Por qué asusta tanto a la gente esta expresión del “derecho a no leer”? Porque los asustadizos —digan lo que digan— son como los puritanos: cometen muchos pecados pero se espantan de los pecados que cometen los demás.

Si realmente deseamos que la gente lea, o lea más, hay que abandonar el tipo de discursos autoritarios y despreciativos. Todo buen mediador lo sabe, hasta que se convierte, inexplicablemente, en un mal predicador. El siguiente caso, ejemplarmente polémico, puede ilustrar perfectamente las intransigencias que ocasionan los dogmas en el sagrado tema de la lectura. Ningún libro que sea realmente aburrido vende más de 40 millones de ejemplares en el mundo. Ejemplo de esta afirmación es el thriller El Código Da Vinci, del estadounidense Dan Brown.

Las 557 páginas de esta novela de suspense —con una trama policíaca y de especulación histórica, hagiográfica, bíblica, artística y aun mitológica—, se leen del modo más ágil, gracias a los guiños efectistas de un narrador que sabe captar la atención de su público bajo el principio rector del morbo literario que él mismo revela, con una frase que no admite discusión, en la página 469 del mismo libro: “A la gente le encantan las conspiraciones”.

Dan Brown es una máquina perfecta de la industria del best seller. Siembra dudas y especulaciones en torno de las motivaciones políticas de la Iglesia; establece relaciones simbólicas en las obras maestras de la pintura, como las de Leonardo Da Vinci (La Mona Lisa, La última cena, La Virgen de las Rocas, El hombre de Vitrubio, etcétera) y otros grandes artistas y pensadores (Botticelli, Newton, Nodier, Victor Hugo, Debussy, Cocteau, ¡y hasta Walt Disney!) que algo han tenido que ver, presuntamente, con los Caballeros Templarios, el Priorato de Sion y el Santo Grial.

Si como ha comprobado fehacientemente Brown, a la gente le encantan las conspiraciones (en las que el Vaticano, el Opus Dei y, en general, la Iglesia Católica se han dedicado a esconder las claves de una presunta Gran Verdad que pondría en peligro sus preeminencias y sus poderes), El Código Da Vinci no podía ser sino el éxito de ventas que ha resultado ser, gracias desde luego a una narración amena, porque el principio de todo libro de éxito masivo reside precisamente en no aburrir a sus potenciales lectores.

De ahí a concluir que éste es un gran libro hay por supuesto mucho trecho: El Código Da Vinci no es una gran novela; es sólo un entretenimiento lleno de lugares comunes, con unos diálogos bobos por momentos y, eso sí, con todos los ingredientes del buen best seller: intriga, poder, crimen, enamoramiento, secretos más o menos nebulosos, riesgos, acertijos y un gran etcétera de procedimientos que lo mismo conocen J. K. Rowling para Harry Potter, que Stephen King, para sus múltiples libros ampliamente solicitados por el público. En estos terrenos nadie podría negarles sus maestrías.

El gran escritor húngaro Stephen Vizinczey ha afirmado con gran lucidez que “ningún escritor ha logrado jamás complacer a lectores que no estuvieran aproximadamente en su mismo nivel de inteligencia general, que no compartieran su actitud básica ante la vida, la muerte, el sexo, la política o el dinero”. Por ello, “el best seller más ramplón tiene una cosa en común con una gran novela: ambos son auténticos”. Sólo los que olvidan esto desprecian moral y estéticamente a los lectores de best sellers. La lectura no es jamás un acto sin contexto, y Dan Brown y El Código Da Vinci constituyen la más palpable prueba de ello.

Una propuesta de conclusión provisional puede ser la siguiente: son los lectores y los editores los que mantienen vivos a un escritor y a un libro. Para decirlo pronto, un escritor está vivo —aunque esté muerto— si sus libros se reeditan y se siguen leyendo con pasión y con entusiasmo que no menguan. Un escritor está muerto —aunque esté vivo— si ya nadie lo lee y si los editores no se interesan en ponerlo en circulación, la última palabra sobre una obra y sobre un escritor la tienen los lectores.

Leer es algo más que una destreza y una habilidad. La lectura no es un dominio exclusivo de la escuela ni una capacidad que, por fuerza, se alimente de escolaridad. Todo comienza con el alfabeto, pero no todo alfabetizado se vuelve lector habitual, ni todo universitario hace de los libros su pasión.

Seamos un poco más humildes: el reino de la lectura es un asunto de individualidad y ciudadanía, pero no moralicemos ni polaricemos. Leer no es ni será nunca un grado académico: puede ser un destino y acaso una elección, pero sin duda es una lujosa ociosidad, una feliz desocupación.

Antimanual para lectores y promotores del libro y la lectura –La utopía y el imperativo de leer- pág. 304-311 (selección) de Juan Domingo Argüelles editado por Océano, México 2008.

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