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Archive for the ‘Fragmentos…’ Category

1. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: “estoy releyendo” y nunca “estoy leyendo”.

2.  se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

3. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose en el inconsciente colectivo o individual.

4. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

5. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

6.  Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

7.  Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

9.  Los clásicos son libros que cuanto más se cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

10.  Llámese clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de os antiguos talismanes.

11. tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

12.  Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su hogar en la genealogía.

13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

14.  Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Por qué leer los clásicos, Italo Calvino, ed. Tusquets,    854  C343  1992R2

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 Juan Rulfo

Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.

 Y es que había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.

No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

 Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas Haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.

 -¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de de la casa de Donis, y junto a mi también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubiera faltado la fuerza para llevarte y cuantimás para enterrarte. Y ya vez te enterramos.

 -tiene razón Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?

– Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.     

–  Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.

«Allá hallaras mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles  y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir  para la eternidad. El amanecer; la mañana; el medio día y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si  fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida… »

 -Si Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya tenía trenzado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.

 » Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente, pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes  y seguí por mitad de calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frió. Desde que salí de casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me dio frió. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba mas y mas, hasta que se me enchino el pellejo. Quise retroceder por que pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta de a poco andar que el frío salía de mi, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo. Por eso ustedes me encontraron en  la plaza. ¿De modo que siempre si volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver « 

 -fue ya mañana cuando te encontramos. El venia de no se donde. No se lo pregunte

 – Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo  como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras casi vacías de ruido: “Ruega a Dios por nosotros”. Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.

 – mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?

– Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión

– ¿La ilusión?…   

 

 

Pág. 56-62   Clasificación  863M  R86 P458 2002R4

Sala general, planta alta. 

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 Javier Cercas

La novela moderna es un género único porque diríase que todas sus posibilidades están contenidas en un único libro: Cervantes funda el género en el Quijote y al mismo tiempo lo agota -aunque sea volviéndolo inagotable-; o dicho de otro modo: en el Quijote Cervantes define las reglas de la novela moderna acotando el territorio en el que a partir de entonces nos hemos movido todos los novelistas, y que todavía no hemos terminado de colonizar. ¿Y qué es ese género único? ¿O qué es al menos para su creador? Para Cervantes la novela es un género de géneros; también, o antes, es un género degenerado.

 Es un género degenerado porque es un género bastardo, un género sine nobilitate, un género snob; los géneros nobles eran, para Cervantes como para los hombres del Renacimiento, los géneros clásicos, aristotélicos: la lírica, el teatro, la épica. Por eso, porque pertenecía a un género innoble, el Quijote apenas fue apreciado por sus contemporáneos, o fue apreciado meramente como un libro de entretenimiento, como un best seller sin seriedad.

 Por eso no hay que engañarse: como dijo José María Valverde, Cervantes nunca hubiese ganado el Premio Cervantes. Y por eso también Cervantes se preocupa en el Quijote de dotar de abolengo a su libro y lo define como «épica en prosa», tratando de injertarlo así en la tradición de un género clásico, y de asimilarlo. Dicho esto, lo más curioso es que es precisamente esta tara inicial la que termina constituyendo el centro neurálgico y la principal virtud del género: su carácter libérrimo, híbrido, casi infinitamente maleable, el hecho de que es, según decía, un género de géneros donde caben todos los géneros, y que se alimenta de todos.

 Es evidente que sólo un género degenerado podía convertirse en un género así, porque es evidente que sólo un género plebeyo, un género que no tenía la obligación de proteger su pureza o su virtud aristocráticas, podía cruzarse con todos los demás géneros, apropiándose de ellos y convirtiéndose de ese modo en un género mestizo. Eso es exactamente lo que es el Quijote: un gran cajón de sastre donde, atadas por el hilo tenuísimo de las aventuras de don Quijote y Sancho Panza, se reúnen en una amalgama inédita, como en una enciclopedia que hace acopio de las posibilidades narrativas y retóricas conocidas por su autor, todos los géneros literarios de su época, de la poesía a la prosa, del discurso judicial al histórico o el político, de la novela pastoril a la sentimental, la picaresca o la bizantina. Y, como eso es exactamente lo que es el Quijote, eso es exactamente también lo que es la novela, y en particular una línea fundamental de la novela, la que va desde Sterne hasta Joyce, desde Fielding o Diderot hasta Perec o Calvino.

 Más aún: quizá cabría contar la historia de la novela como la historia del modo en que la novela intenta apropiarse de otros géneros, igual que si nunca estuviese satisfecha de sí misma, de su condición plebeya y de sus propios límites, y aspirara siempre, gracias a su esencial versatilidad, a ser otra, luchando por ampliar una y otra vez las fronteras del género. Esto es ya visible en el siglo XVIII, cuando sobre todo los ingleses se apoderan de la novela,  aprendiendo mucho antes y mucho mejor que nosotros la lección de Cervantes, pero se hace evidente a partir del XIX, que es el siglo de la novela porque es el siglo en que la novela pelea a brazo partido por dejar de ser un mero entretenimiento y conquistar un lugar entre los demás géneros nobles.

 Balzac aspiraba a equiparar la novela a la historia, y por eso afirma famosamente que «la novela es la historia privada de las naciones». Años después Flaubert, a la vez principal seguidor y principal corrector de Balzac, no se conformaba con ello y, según es posible advertir aquí y allá en su correspondencia, se obsesiona con la ambición de elevar la prosa a la categoría estética del verso, con el sueño de conquistar para la novela el rigor y la complejidad formal de la poesía.

 Muchos de los grandes renovadores de la narrativa de la primera mitad del siglo XX adoptan a Flaubert como modelo y, cada uno a su modo – Joyce regresando a la multiplicidad estilística, narrativa y discursiva de Cervantes, Kafka regresando a la fábula para construir pesadillas, Proust experimentando hasta el límite la novela psicológica-, prolongan el propósito de Flaubert, pero algunos, sobre todo algunos escritores en alemán -un Thomas Mann, un Robert Musil-, pugnan por dotar a la novela del espesor del ensayo, convirtiendo las ideas filosóficas, políticas e históricas en elementos tan relevantes en la novela como los personajes o la trama.

 Tampoco el periodismo, uno de los grandes géneros narrativos de la modernidad, se ha resistido al apetito omnívoro de la novela. El New Journalism de los años sesenta pretendía, como afirmaba Tom Wolfe, que el periodismo se leyera igual que la novela, entre otras razones porque usaba las estrategias de la novela, pero el resultado no fue sólo que el periodismo canibalizó la novela, sino también que la novela –A sangre fría de Truman Capote, digamos canibalizó el periodismo, digiriendo los recursos de éste y convirtiendo la materia periodística en materia de novela.

 Épica, historia, poesía, ensayo, periodismo: esos son algunos de los géneros literarios que la novela ha fagocitado a lo largo de su historia; esos son también algunos de los géneros de los que, a su modo, quizá no quede más remedio que considerar como una novela, aunque solo sea porque, de Cervantes para acá, a este tipo de libros mestizos solemos llamarlos novelas. De hecho, la hibridación de géneros es, además de un rasgo esencial de la novela, un rasgo esencial del postmodernismo. Borges, acaso el fundador involuntario del postmodernismo, tardó casi cuarenta años en encontrarse a sí mismo como narrador, y lo hizo con un relato titulado ‘El acercamiento a Almotásim’ que se publicó en un libro de ensayos, Historia de la eternidad, y que adoptaba la forma de un ensayo, la reseña de un libro ficticio titulado The Approach to Al-Mu’tasim. Esta mezcla de ficción y realidad, de narración y ensayo, es lo que le abre a Borges las puertas de sus grandes libros. Así, en Borges el relato y el ensayo se confunden y fecundan; de igual modo lo hacen en determinados autores contemporáneos -de Sebald a Magris, de Kundera a Coetzee- que indagan en los confines del género y tratan así de expandir, o simplemente de colonizar por completo, el territorio cartografiado por el Quijote.

  

 

Fragmento del texto leído por el autor en inglés en el Hay-On-Wy Festival de UK en mayo de 2011.

 Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, España, 1962) autor de Soldados de Salamina (Tusquets, 2001) premios Salambó, Llibreter e Independent Foreign Fiction y Anatomía de un instante (Mondadori, 2009) Premio Nacional de Narrativa.

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En 1825, al final de su vida, Johann Wolfgang von Goethe (Francfort 1749-Weimar, Alemania, 1832), «el más grande hombre de letras alemán… y el último verdadero hombre universal que caminó sobre la tierra«, escribió una carta a Carl Friedrich Zelter, que moriría antes que él.

“Mi querido amigo, en el presente todo  es ultra, todo tiene una trascendencia continua tanto en la forma de pensar como de actuar. Nadie se conoce a si mismo, nadie conoce el elemento en el que trabaja y evoluciona o la materia en la que se ocupa…. Se ejerce demasiado pronto una gran presión sobre los jóvenes que luego son arrastrados por la vorágine del tiempo; lo que todo el mundo admira y cada uno busca es la riqueza y la velocidad; el ferrocarril, el correo urgente, los barcos de vapor y los servicios de comunicación son los medios que el mundo desarrollado utiliza para avanzar y lo que hace que se atasque en la mediocridad. Este fenómeno es además el resultado de la generalidad, de la banalización de una cultura media, intentemos, en la medida de lo posible, mantener nuestro estado de ánimo y entonces, tal vez con algunos otros, seremos los últimos de una época que no volverá pronto”.

Como podemos deducir, la preocupación del hombre sobre el concepto del tiempo y su comprensión, será permanente, ¿qué tan  cierto fue, es y será  que a menor velocidad hay menos banalización del mundo, del ser, de la vida?

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(humorismo+metáfora=greguería)

Ramón Gómez de la Serna

Las golondrinas entrecomillan lo que dice el cielo.

– Las palmeras se levantan más temprano que los demás árboles.

Soda: agua con hipo.

Los números romanos van siempre a caballo.

El hielo se ahoga en el agua.

Con el monóculo, el ojo se vuelve reloj.

El primer beso es un robo.

Al atardecer pasa en vuelo rápido una paloma que lleva la llave con qué cerrar el día.

La mecedora nació para nodriza.

La gaviota rema en su vuelo.

La plancha eléctrica parece servir café a las camisas.

La luna corre y se remonta más cuando los perros ladran.

Venecia es el sitio en que navegan los violones.

El reloj del capitán de barco cuenta las olas.

El cometa es una estrella a la que se le ha deshecho el moño.

La B es el ama de cría del alfabeto.

– Tres golondrinas en el hilo del telégrafo son el broche del escote de la tarde.

Los tornillos son clavos peinados con raya en medio.

Las primeras gotas de la tormenta bajan a ver si hay tierra en qué aterrizar.

La lagartija es el broche de las tapias.

Después del eclipse, la luna se lava la cara para quitarse el tizne.

Tocaba las llaves que llevaba en el bolsillo para llegar más pronto a su casa.

Motocicleta: cabra loca.

Las flores que no huelen son flores mudas.

Los chinos comen tocando el tambor.

Los presos a través de la reja ven la libertad a la parrilla.

Cuando sentimos un pie frío y otro caliente sospechamos que uno de los dos no es nuestro.

Lo que más le gusta a la escalera de mano es dejar caer el martillo desde sus alturas.

Collar de perlas: rosario del pecado.

Los claveles blancos estrenan la más fina ropa interior.

Tan impaciente estaba por tomar el taxi que abrió las dos portezuelas y entró por los dos lados.

La linterna del acomodador nos deja una mancha de luz en el traje.

La sandalia es el bozal de los pies.

Los recuerdos encogen como las camisetas.

Las calaveras son bizcas.

El 6 es el número que va a tener familia.

Aquel tipo tenía un tic, pero le faltaba un tac, por eso no era reloj.

El murciélago vuela con la capa puesta.

Los ojos son las hueveras de las miradas.

Conferencia: la más larga despedida que se conoce.

El reloj no existe en las horas felices.

Las pasas son uvas octogenarias.

El único recuerdo retrospectivo que le queda al día es ese ruidito que hace el despertador cuando pasa por la misma hora en que sonó la última vez.

El arco iris es como el anuncio de la gran tintorería.

Quien sugirió al hombre la sopa de tortuga, fue la propia tortuga, por llevar la sopera a cuestas.

En la zarzamora está desde siempre el lápiz labial de las gitanas.

Lo primero que hace el sol es pegar en la tapia el cartel del día.

El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.

En la manera de matar la colilla contra el cenicero se reconoce a la mujer cruel.

El arco iris es la cinta que se pone la naturaleza después de haberse lavado la cabeza.

De lo que se habla en la oscuridad queda copia en el papel carbono.

El pavo real es como esos niños que se visten de carnaval cuando no es carnaval.

Los grandes reflectores buscan a Dios.

Las rosas se suicidan.

Cuando el tren acaba de pasar el puente, mueve alegremente su cola.

Lo que más denigra al perro —y él lo sabe—, es el rascarse la cabeza con la pata de atrás.

La ametralladora suena a máquina de escribir de la muerte.

Amor es despertar a una mujer y que no seindigne.

Ramón Gómez de la Serna (Madrid 1888 – Buenos Aires 1963), prolífico escritor, biógrafo y periodista entusiasta de lo nuevo, escribió un centenar de libros, casi todos traducidos. En España muchos lo consideran el mejor escritor del siglo XX de su país, vivió años desterrado en Argentina. Inventor del género Greguería, sentencias breves e ingeniosas, un choque casual entre pensamiento y realidad.

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Ciudad del fuego y el agua

(Fragmento)

Octavio Paz

Antes de fundar a México, los aztecas peregrinaron durante muchos años en el valle de Anáhuac. Una mañana encontraron dos misteriosos envoltorios: uno escondía un trozo de jade; el otro, dos maderos.

El jade significa agua y, por extensión vegetación y abundancia; los dos maderos, al frotarse producen el fuego, sin el cual es imposible la vida civilizada.

Agua y fuego son símbolos dobles: la primera quiere decir fertilidad y vida pero también muerte por inundación; el segundo es el origen de la industria humana y asimismo de la guerra y del incendio. Separados, son destrucción; unidos, creación.

La desmesura los transforma en agentes de muerte; el equilibrio, en fuentes de vida. La fusión del principio solar (fuego) y el terrestre (agua) se convirtió en el emblema de la nación azteca. Más que un símbolo fue un arquetipo, un modelo para la sociedad y los individuos.

El jeroglífico atl tlachinolli (atl: agua; tlachinolli: cosa quemada) quiere decir “agua quemada”. En el escudo de México se ve un águila (sol) que tiene en el pico una serpiente (agua): símbolo de la lucha entre los dos principios antagónicos y su final transgresión.

Los aztecas fundaron su capital en una isleta del lago. La llamaron México-Tenochtitlán. La primera palabra quiere decir “ombligo de la luna”. La segunda “lugar del nopal que da tunas”.  Pero se trata de una metáfora, verdadera caja de sorpresas que oculta varios significados.

El lugar del nopal es la ciudad de los tenochcas: combate, corazones, sacrificio y transfiguración, es decir, fuego; la luna es vida y fertilidad: agua. En el ombligo, en el centro, rodeada de agua, elemento horizontal, fluido e informe, se levanta la ciudad, la acción que transfigura.

Otro sentido de esta imagen: armonía entre el principio masculino (fuego) y el femenino (agua). México nació de la unión del fuego y el agua. Vive por esos elementos y por ellos, varias veces, ha estado a punto de desaparecer.

Publicado en la revista Life (1962), rescate  de Enrico Mario Santi.

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Dos lectores de esta columna atentos y generosos me han pedido que abunde en el tema del espíritu. Una tercera lectora sugiere que mi postura es una especie de religiosidad disfrazada. Y un cuarto lector de plano me desaconseja seguir en tal asunto: la modernidad científica ha puesto en su lugar cuestiones tan “irracionales”, afirma, como aquello que se denomina metafísico, pura superstición según él.

Si racional es aquello que mantiene la promesa, conforme señala Francesco Alberoni, e irracional es todo lo que promete y no mantiene lo prometido, entonces nada resulta más irracional que la racionalidad materialista moderna y su cauda de promesas de realización, liberación y felicidad humana incumplidas. En cambio lo metafísico, se entienda como se quiera (o como se pueda), mantiene siempre la promesa de mostrar otra realidad: tal es su paradójica racionalidad, si es que hiciera falta usar dicha categoría para explicar aquello cuya condición es el misterio, es decir, lo que excede a la razón.

Diré entonces lo que está claro, desde luego no solamente para mí sino para otros muchos, así no seamos todavía tantos que podamos dar un vuelco radical —cultural, civilizacional, ético— a esta oscura desbandada colectiva del tiempo presente hacia ningún lugar:

1. El Espíritu existe, y lo espiritual, la dimensión en la que se manifiesta, también. Está aquí entre nosotros, en todos los niveles de la existencia del sujeto —físico, mental, emocional, social, cultural y, desde luego, espiritual—, y no es propio de los especialistas (sacerdotes, ministros, santones) ni de los sitios especializados (templos, santuarios, lugares consagrados), aunque hayan pretendido históricamente ostentar su monopolio y ejercer políticamente ese poder.

2. Como todo proceso de la conciencia humana, el encuentro de lo espiritual tiene que ver con el lenguaje: postular verbalmente su existencia es el comienzo del contacto cognitivo con esa dimensión.

3. Algunos lo llaman una multiplicación del punto de vista, otros lo denominan un reencantamiento del mundo. Representa una manera de relacionarse con los fenómenos de lo real que de tal manera trascienden su sentido inmediato, vulgar y rutinario para convertirse en lo otro de lo mismo.

4. Por eso se dice que observar significa rodear un objeto. Hacerlo es una psicología de la mutabilidad: dejar los puntos de vista fijos e inmóviles para mirar simultáneamente desde aquí y desde allá, para salir de sí y aprender a ver la multiplicidad. Resulta, en principio, un ejercicio de la imaginación.

5. La estrategia que lleva al encuentro del espíritu es el desarrollo de una psicofisiología de la atención. Exige silenciar el diálogo interior, desterrar de la mente el pensamiento inútil y discursivo, extinguir los irritantes psíquicos de la avidez, el odio y la ignorancia, acallar la traducción mental que el ego constantemente hace del mundo.

6. Los magos no cambian el mundo sino la manera de mirar el mundo. Quien crea, con el sabio escolástico, que habita en un mysterium tremendum, tal como es todo lo existente, comenzará a preparar su sensibilidad espiritual.

7. “Si aquellos que os guían os dicen: mirad, el Reino está en el cielo, entonces los pájaros del cielo os aventajarán, si os dicen que está en el mar entonces los peces os aventajarán. Pero el Reino está en vuestro interior y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis, entonces seréis conocidos y sabréis que sois los hijos del Padre que está vivo. Pero si no os conocéis, entonces estaréis en la pobreza, y sois la pobreza.” Evangelio según Tomás.

8. Así debe entenderse la frase socrática del “Conócete a ti mismo”. No como el superficial y egocéntrico psicologismo de la modernidad occidental que se aplica a la persona (la máscara) episódica en cuanto a sus particularidades intrascendentes y relativas, sino como el empeño para descubrir aquellas zonas selladas de la psique que contienen la dimensión espiritual, ese “Reino” que está en el interior de la conciencia humana y fuera de ella.

9. Las religiones monoteístas han servido para reducir el espíritu a una narrativa antropocéntrica y racionalista, lo mismo que para justificar la explotación y conquista tanto de otros seres humanos como de la naturaleza existente. Su dios es instrumental, materialista y pragmático. Contiene más verdad objetiva aquel politeísmo pagano que se expresa en el dicho japonés budista: “Montañas, ríos, pastos, árboles y animales, todas las cosas vivientes, alcanzan el Nirvana”, la condición iluminada del Buda.

10. El arte verdadero —el que con-mueve— es un camino adyacente para conocer el ámbito del Espíritu. Por eso los seres humanos hacemos arte, para no morir de realidad plana, unidimensional.

11. Este es el problema del sujeto histórico de la modernidad materialista: creer que solamente existe esta vida y olvidar los múltiples escenarios donde sucede la realidad. Quizá nuestro analfabetismo simbólico sea el impedimento para saber que lo que vemos, vivimos y sentimos solamente es una interpretación, pero que hay muchas otras a la vez.

12. El Espíritu ha vuelto a la reflexión política, intelectual y científica posmoderna: no solamente es un tópico emergente sino el punto gatillo de una nueva (y tan antigua) consideración donde se está gestando una forma distinta de civilización. Es original porque vuelve al origen: la materia sólo es una manifestación de lo real.

La claridad de todo lo anterior, su condición concreta, no deja de ser una abstracción. Y si no es cierto, de todos modos es verdadero, un campo semántico que no tiene fin.

7/enero/2011. Milenio Diario.

Elitismo para todos por Fernando Solana Olivares, fmsolana@yahoo.com.mx

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Roberto Bolaño

(Fragmento)

….. 2 de noviembre

He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.

……3 de noviembre

No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse. Hasta entonces yo había asistido cuatro veces al taller y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado siempre ocurrían cosas: leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.

El método era el idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor. Por otra parte no puedo decir que Álamo fuera un buen crítico, aunque siempre hablaba de la crítica. Ahora creo que hablaba por hablar. Sabía lo que era una perífrasis, no muy bien, pero lo sabía. No sabía, sin embargo, lo que era una pentapodia (que, como todo el mundo sabe, en la métrica clásica es un sistema de cinco pies), tampoco sabía lo que era un nicárqueo (que es un verso parecido al falecio), ni lo que era un tetrástico (que es una estrofa de cuatro versos). ¿Que cómo sé que no lo sabía? Porque cometí el error, el primer día de taller, de preguntárselo. No sé en qué estaría pensando. El único poeta mexicano que sabe de memoria estas cosas es Octavio Paz (nuestro gran enemigo), el resto no tiene ni idea, al menos eso fue lo que me dijo Ulises Lima minutos después de que
yo me sumara y fuera amistosamente aceptado en las filas del realismo visceral. Hacerle esas preguntas a Álamo fue, como no tardé en comprobarlo, una prueba de mi falta de tacto. Al principio pensé que la sonrisa que me dedicó era de admiración. Luego me di cuenta que más bien era de desprecio. Los poetas mexicanos (supongo que los poetas en general) detestan que se les recuerde su ignorancia. Pero yo no me arredré y después de que me destrozara un par de poemas en la segunda sesión a la que asistía, le pregunté si sabía qué era un rispetto. Álamo pensó que yo le exigía respeto para mis poesías y se largó a hablar de la crítica objetiva (para variar), que es un campo de minas por donde debe transitar todo joven poeta, etcétera, pero no lo dejé proseguir y tras aclararle que nunca en mi corta vida había solicitado respeto para mis pobres creaciones volví a formularle la pregunta, esta vez intentando vocalizar con la mayor claridad posible.

-No me vengas con chingaderas, García Madero -dijo Álamo. -Un rispetto, querido maestro, es un tipo de poesía lírica, amorosa para ser más exactos, semejante al strambotto, que tiene seis u ocho endecasílabos, los cuatro primeros con forma de serventesio y los siguientes construidos en pareados. Por ejemplo… -y ya me disponía a darle uno o dos ejemplos cuando Álamo se levantó de un salto y dio por terminada la discusión. Lo que ocurrió después es brumoso (aunque yo tengo buena memoria): recuerdo la risa de Álamo y las risas de los cuatro o cinco compañeros de taller, posiblemente celebrando un chiste a costa mía.

Otro, en mi lugar, no hubiera vuelto a poner los pies en el taller, pero pese a mis infaustos recuerdos (o a la ausencia de recuerdos, para el caso tan infausta o más que la retención mnemotécnica de éstos) a la semana siguiente estaba allí, puntual como siempre. Creo que fue el destino el que me hizo volver. Era mi quinta sesión en el taller de Álamo (pero bien pudo ser la octava o la novena, últimamente he notado que el tiempo se pliega o se estira a su arbitrio) y la tensión, la corriente alterna de la tragedia se mascaba en el aire sin que nadie acertara a explicar a qué era debido. Para empezar, estábamos todos, los siete aprendices de poetas inscritos inicialmente, algo que no había sucedido en las sesiones precedentes. También: estábamos nerviosos. El mismo Álamo, de común tan tranquilo, no las tenía todas consigo. Por un momento pensé que tal vez había ocurrido algo en la universidad, una balacera en el campus de la que yo no me hubiera enterado, una huelga sorpresa, el asesinato del decano de la facultad, el secuestro de algún profesor de Filosofía o algo por el estilo. Pero nada de esto había sucedido y la verdad era que nadie tenía motivos para estar nervioso. Al menos, objetivamente nadie tenía motivos. Pero la poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito. (Estos animales son las serpientes, los gusanos, las ratas y algunos pájaros.) Lo que sucedió a continuación fue atropellado pero dotado de algo que a riesgo de ser cursi me atrevería a llamar maravilloso. Llegaron dos poetas real visceralistas y Álamo, a regañadientes, nos los presentó aunque sólo a uno de ellos conocía personalmente, al otro lo conocía de oídas o le sonaba su nombre o alguien le había hablado de él, pero igual nos lo presentó…

La obra de Roberto Bolaño (1953-2003) escritor chileno formado en México, considerado por la crítica como un nuevo clásico de la literatura hispanoamericana, la puedes encontrar en la planta alta de esta Biblioteca Central.

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IX

A orillas del gran río vacacionabas en un pueblo paupérrimo y caliente, hundido entre lomas áridas de pobre hierba polvorienta y resecos arbustos espinosos. Acarreada en pipas, sobre carretas de bueyes, el agua de las casas era la del río ancho y profundo, turbio y manso. Son pueblos consumidos, arrasados por los aguaceros, de sexualidad ardiente insatisfecha, que agotan su energía en el alcohol, en pasiones elementales, en pugnas por la vida mísera. Paraísos tristes, lacios y palúdicos, en donde se convive con el árbol, el caballo y la escopeta. El gran río y los arroyos afluentes, la melodía de las montañas y las selvas vírgenes son sedantes para la violencia apenas sometida por la guitarra y la canción. Las noches de serenata, holladas por pies desnudos, tenaces remontan con su hirsuta ternura agreste y el bronco meteoro del ulular del borracho.

La gloria de la vegetación desborda en el obscuro verde soñoliento de las vegas radiantes como oasis. Lejos del río se cogían garrobos en las agrias torrenteras de rubia tierra calcinada. El dialogo del tren y el río fabulaba la vida de la aldea. De las lomas mondas las mujeres descendían a la estación a vender cestos de frutas. Por las mañanas, desnudo bañabas caballos en el río. Buenos nadadores y jinetes, tus compañeros cumplían todo el año tales faenas bucólicas. Las mujeres lavaban descubriendo los muslos cetrinos. Lejos de las lavanderas y las pipas multiplicabanse los parajes bordados de garzas. La pesca constituía uno de los júbilos mayores, así como bañarse en las pozas profundas, por el temor a los caimanes y a las aguas desconocidas. Regresaban al anochecer con un sartal de mojarras que sobraron del almuerzo en la ribera.

Varias horas a caballo son necesarias para subir a la sierra a cuyas estribaciones extendidas corre el río paulatino. En los ranchos al borde la selva, se oye el recio bullicio de los monos chilladores. Una madrugada te internaste en la montaña. Tres labriegos te acompañaron. Las ramazones gigantes trenzaban la inmensa cúpula a veces rumorosa. Cunado la vegetación empezó a ser más tupida, con los machetes herían la corteza de los troncos. Se avanzaba despacio en la solemne penumbra catedralicia. Los pies se hundían en la gruesa masa crujiente de hojas secas, con chasquido que hacia más soledad la soledad grandiosa.

Súbitamente uno de los guías anuncia que ha visto quetzales. Tú quieres verlos y te aproximas al peón afortunado. Tensos minutos se esconden tras los grandes árboles, conmovidos ante la inminencia del ave sagrada. A lo lejos entre las ramazones, atónito ves su parsimonioso vuelo ondulante. Dos quetzales, unos segundos, desplazaron sus bengalas y no volvieron a aparecer. La excursión había sido más fabulosa de lo esperado.

Siguieron internándose sin que los perros dieran indicios de caza alguna. Con fija cadencia repetíase el chasquido de las hojas. Los monos se comunicaron la proximidad del peligro. La bandada huía entre los ramajes que ocultan el cielo. Apenas si semejantes a un acento de sombra se los vio zigzaguear vertiginosamente. Las escopetas tronaron contra los fugitivos invisibles. Te dan una y disparas a la exhalación. Se oye caer la victima, una hembra con su monito a la espalda, mortalmente desangrándose. Los perros la acosan con ávidos y pequeños aullidos quejumbrosos. Sorprendidos de tu casual destreza, los peones manifiestan su alegría. Sin que pudieras evitarlo, el machete de un peón raja el cráneo de la mona que se convulsiona muriéndose y le arranca el pequeño que chilla de pavor y asombro. La escena, que duró un segundo, la contemplaste medusado de pesadumbre y repugnancia. La mona cesó de quejarse. Cesó de moverse. Sus ojillos de entrecerraron mirándote. Tus lágrimas saltan irrefragables y te pones a sollozar, al mismo tiempo que sufres convulsivas bocanadas de vómito.

Con su griterío, cada vez más quedo, señalase la lejanía de los monos. Abatido te apoyas en un árbol, sueltas la escopeta. No sabes cuánto tiempo estuviste con lacara entre las manos, con el corazón en la boca. Necesitas regresar. Ya no quieres nada. Estás muy cansado, muy cansado. Fuiste mucho tiempo el niño más doliente de la tierra.

X

Para la fiesta cívica, en la plaza principal, frente a la municipalidad, han construido un cercado que improvisa la plaza de toros. No hay graderías para el público que se agolpa sobre las maderas. El torito vibra en el ruedo, alerta y nervioso. Tres o cuatro campesinos irrumpen al mismo tiempo y échanse a correr al menor indicio de embestida y caen detrás de la palizada. Un borrachín, con una colcha en las manos, enfrenta y burla al torito que se vuelve y lo arroja a lo alto. Un golpe fofo al caer de cabeza. El hombre ni se estremece. Está muerto. El torito lo corna sin ímpetu.

Un año después, en la capital, rondas la plaza de toros sin decidirte a entrar. Por fin te decides. Con el sol de la tarde, los toreros fulgen como peces. El toro se lanza contra el caballo y le parte el vientre. Embrollándose con sus vísceras, descompasado apagándose, flaquean las rodillas, se derrumba pesadamente. Otro picador se acerca para librar a l herido. El toro lo embiste y hunde el cuerno en el pecho del caballo. Un manantial de sangre lo desploma. Del centro de la tierra te agobia la náusea de la montaña. El machete abre el cráneo de la monita. Semejan quetzales los toreros. A zancadas desciendes las graderías para vomitar y vaciarte como el caballo.

XI

El tarro de confitura y la muerte de la abuelita. Mientras yacía entre cuatro cirios disputabas a las primas la confitura. Con la cara chorreando miel, la más pequeña irrumpió gritando en la estancia mortuoria. Una de las tías la sacó de la mano y los encontró de pieles-rojas, embadurnados de frambuesas. Cunado comes frambuesas quisieras a los pielesrojas con tus preciosas primas. Sepultaste a la abuelita en el tarro de confitura.
¿La recordarías sin las frambuesas?

XII

Secundino el albañil que trabajaba en la casa, era tuerto. Te gustaba comer con él. Compartía sus manjares y te recreabas con sus historias de aparecidos. Regresando de San Felipe, la tía de las confituras de frambuesas cuidaba de ti y las preciosas primas. De pronto precipitadamente, ciérranse portones y tiendecitas ante la muchedumbre en busca de refugio. Martillando una pistola que no hacía fuego, un hombre retrocedía ante Secundino zigzagueando a saltos y cargándole a puñaladas. Oyes la percusión frenética de la pistola que en el tumulto te apuntó entre la cejas. Las primas se prendieron de la falda de la tía. Tronó un disparo. En la calle, algunas gentes rodeaban a Secundino, por tierra, abriendo la boca con desesperación. Al pasar a su vera, cerró su ojo, te miró sin verte.

Dibujos de ciego, Luis Cardoza y Aragón, ed. SXXI, México, Pág. 66-71, clasificación 863G C368 D52

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Fragmentos…

Fragmentos…. es una sección para difundir la riqueza bibliográfica de la colección general de la Biblioteca Central de Hidalgo, al seleccionar citas, párrafos o páginas de algunos libros, queremos difundir la obra  de los diversos autores que componen el conjunto del acervo escrito, es una invitación a los lectores y usuarios a continuar su lectura, en las distintas salas de la Biblioteca o a través del préstamo domiciliario, un incentivo para ojear otros libros, un estímulo para repasar lomos y libreros y conocer en detalle los títulos que componen cada una de las bibliografías de temas y escritores favoritos, conocidos o  inéditos.

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Fragmentos…

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En el niño hay conciencia.

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Un día me entró sueño como a cualquier niño.

Cerré los ojos y me dormí.

Aparte de esto, he sido el único poeta de la naturaleza.

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Otra vez te vuelvo a ver,

Ciudad de mi infancia, angustiosamente perdida…

Ciudad alegre y triste, otra vez te sueño aquí…

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Cuando era niño el circo del domingo me divertía

Toda la semana.

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¡Oh cielo azul –el mismo de mi infancia-,

Eterna verdad vacía y perfecta!

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La luna sube en el horizonte

Y mi infancia feliz se despierta, como una lágrima, en mí.

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Soy un evadido.

Desde que nací,

En mí me encerraron,

Ah, pero yo huí.

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¿Qué ha sido de aquella verdad nuestra

-el sueño a la ventana de mi infancia?

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Infancia sin fin -fragmentos sobre la infancia– Fernando Pessoa (Lisboa, 1888- Lisboa, 1935), ediciones el Naranjo, México, 2006.   869.1  P46  154.

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El ingeniero francisco de Almeida e Sá va en busca del inspector Guedes, de Investigación criminal, y le cuenta el misterioso caso de la desaparición de una carta. La había escrito su padre, el cual le recomendó que se la entregara a Simas, un viejo amigo que debía regresar de África.

Hasta la llegada de este a Lisboa, la carta había estado depositada en un banco. Después, el ingeniero se la había llevado a casa, a su caja fuerte particular, de donde la había retirado el día en que iba a visitarlo el amigo del padre.

A petición de su mujer –contó, además, el ingeniero Sá- , la acompañó a la calle, poco antes de la llegada de Simas, a comprar unas pastas para el té. Pensó primero dejar la carta en poder de la criada. Pero por sugerencia de su mujer…

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El banquero anarquista, Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-Lisboa, 1935), Mestas ediciones, Madrid, 2002.  869.34

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